
Editorial
El Papa de la bondad y la misericordia
Ha apuntalado los pilares de una Iglesia que necesitaba reconectar con la humanidad, deshaciéndose de lastres disfrazados de tradición y volviendo a la esencia del Evangelio de Jesús de Nazaret
El cardenal Kevin Farrell, prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida de la Iglesia y camarlengo del Colegio Cardenalicio, fue el encargado de confirmar el fallecimiento del papa Francisco, que se produjo el lunes 21 de abril a las 7:35 de la mañana. La Iglesia y el mundo despiden a Francisco, el primer Papa iberoamericano de la historia. Cuando en marzo de 2013 fue elegido para tomar el relevo de Benedicto XVI, hubo quien se apresuró a juzgar que su pastoreo sería el de un pontificado de transición, en tanto que asumió su ministerio con 76 años. Sin embargo, esta década larga como Sucesor de Pedro ha demostrado la capacidad de este jesuita argentino para introducir a la Iglesia católica en una puesta a punto más que pertinente. No en vano, Jorge Mario Bergoglio asumía como propio el encargo hecho por los cardenales que participaron en las congregaciones generales previas al cónclave que exigieron a aquel que tomara las riendas una reforma integral, empezando por la propia Curia, inmersa en una quiebra fruto de corruptelas enquistadas y una elefantiasis estructural. O lo que es lo mismo aquellos purpurados que fueron creados por Juan Pablo II y Benedicto XVI apostaron por un jesuita con reconocida pericia como gestor y pastor, además de haber sido capaz de brear con la más que compleja clase política de su Argentina natal.
Como sucede con todos los papas, Francisco ha sufrido no pocas incomprensiones y ataques tanto dentro como fuera de los espacios eclesiales. No son de extrañar estas resistencias, teniendo en cuenta todos los frentes de renovación que ha impulsado, convirtiéndose en un liderazgo incómodo tanto dentro como fuera de la Iglesia por su defensa de la transparencia y la ejemplaridad que exigen las Bienaventuranzas. Así ha sucedido con su «tolerancia cero» contra la pederastia que ha implicado un paso de la negación y el encubrimiento al perdón acompañado de justicia restaurativa situando a las víctimas en el centro. Esta contundencia papal no ha sido correspondida en todas las latitudes católicas, como tampoco lo ha sido su sueño de hacer realidad una Iglesia «pobre y para los pobres», que se ha traducido en constantes denuncias sobre los colectivos más vulnerables, con una defensa firme de los derechos de los migrantes y una crítica sin fisuras contra la explotación laboral y la trata.
Su visión profética a corto, medio y largo plazo le ha llevado a una segunda recepción del Concilio Vaticano II, siguiendo la estela de Pablo VI y su diálogo con la modernidad, reconectar con la gente de a pie y responder a sus inquietudes, acorde con los signos de los tiempos, buscando dar respuesta a desafíos como la ecología y la inteligencia artificial. Eso, sin olvidar su impronta diplomática para promover una fraternidad social en un mundo que, como él ha alertado de forma permanente, se enfrenta a una tercera guerra mundial por fascículos.
Pero si en algo se ha empeñado Francisco es en mostrar la cercanía, la ternura y la misericordia de Dios, conceptos teológicos que ha aterrizado en una Iglesia en salida de puertas abiertas para «todos, todos, todos» sin vetos moralistas, lo mismo para los divorciados que para los homosexuales, con especial énfasis en dotar a la mujer de carta de ciudadanía de pleno derecho.
Quienes se han limitado describir a Francisco con etiquetas simplistas han subestimado a un Papa con una visión profética, cuyo legado se podrá apreciar en un medio y largo plazo, en tanto que él ha apuntalado los pilares de una Iglesia que necesitaba reconectar con la humanidad, deshaciéndose de lastres disfrazados de tradición y volviendo a la esencia del Evangelio de Jesús de Nazaret.
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