El ambigú

De política

Creo que debemos y podemos aspirar a una política de verdad y una política de verdades, en la que el sentido de Estado y la capacidad para el acuerdo sustituyan al tacticismo y al cortoplacismo

Tocqueville dijo que «habría amado la libertad en cualquier época, pero en los tiempos que vivimos me siento inclinado a adorarla». Lo hizo en una época que no era la nuestra. Hoy tenemos los riesgos de siempre, fundamentalmente la intolerancia, encarnada en los movimientos excluyentes, y además otros nuevos, muy variados, como la sustitución de la palabra por la palabrería, el imperio de lo políticamente correcto, la tendencia a la cancelación, el auge de determinadas formas de populismo y, sobre todo, el radicalismo encubierto en determinados discursos supuestamente de progreso, pero realmente regresivos. Sin embargo, la libertad, lejos de exaltarla o hiperbolizarla, lo que merece, aparte de vivirla al máximo, es que reflexionemos sobre ella en serio para conjurar los fantasmas de los autoritarismos estatales, adaptándola a un modelo ético y cívico que la ligue también a la responsabilidad individual y a una moral de los deberes ciudadanos de la misma forma férrea que defendemos los derechos humanos. La libertad es el paradigma, más allá de la propia ciudadanía, de lo que supone ser humano y debe ser el máximo valor de cualquier sistema político. Por eso, creo que debemos romper la dialéctica de la decepción que acompaña siempre a nuestra democracia y que hoy algunos intentan aprovechar no tanto para perfeccionarla como para destruirla. Si creemos en la libertad lo que debemos hacer es, precisamente, defender el sistema que mejor la garantiza, que es la democracia. Y creo que ello solo es posible si protegemos la actividad que la sustenta, que es la política. Lo dice una persona que, en lugar de estar decepcionada, después de un ejercicio temporal que está a punto de culminar, la deja orgullosa y consciente de su valor como herramienta para mejorar las cosas que importan. Sin embargo, creo que tenemos que mejorar, necesitamos una mejor política, menos polarizada, en la que las trincheras sean sustituidas por la empatía y el desacuerdo sea aceptado como un aspecto consustancial a la interacción humana, desterrando odios que no pueden ni deben formar parte de una actividad diseñada para hacer posible justamente lo que es necesario.

Reivindico desde aquí la política con mayúsculas, basada en la ética, en la razón y en las ideas, en la que el espectáculo, en todo caso, sirva para hacer más accesibles los argumentos, pero sin sustituirlos, y en la que las redes sociales sean útiles para acercar los mensajes, pero sin falsificarlos. Una política en la que ni el medio ni el mensaje se imponga a los valores o a las ideas y en la que se trabaje con firmeza para que los ciudadanos dejen de percibirla como un problema, porque esa percepción es un riesgo enorme para la democracia al que solo se vencerá desde los principios más sólidos, con rigor, con sinceridad y con honradez. Creo que debemos y podemos aspirar a una política de verdad y una política de verdades, en la que el sentido de Estado y la capacidad para el acuerdo sustituyan al tacticismo y al cortoplacismo, porque eso es lo que merecen, lo que necesitan y lo que reclaman los ciudadanos: una política, en definitiva, al servicio de la libertad. Todo lo contrario, acontece cuando quien ha pactado un gobierno con la extrema izquierda, quien indulta a los que atacaron delictivamente al Estado, y después pacta con quienes defienden los objetivos que un día tuvo el terrorismo, se atreve a calificar de derecha extrema y trumpismo a quienes encarnan la oposición legítima y única alternativa. Ese, desde luego, no es el camino, ni de la política ni de la libertad. España necesita una mejor política y un buen gobierno.