Quisicosas

Regalo de Navidad

Hubo gente que llegó a pie a aquella conferencia, porque había perdido todo, coche y casa. Gente que era como los pastores de Belén, sentados y absortos, devorando lo que veían en silencio.

El nombre del policía no lo sé, pero estaba de servicio en Paiporta. Se le había muerto la gente en los brazos, sin que pudiese hacer nada y estaba rabioso, impotente, desesperado. Acudió a ver a Gustavo Cervino, uno de los héroes de los Andes, que había llegado en avión a Valencia al saber de las terribles inundaciones. «Estaban como yo estuve». Hubo gente que llegó a pie a aquella conferencia, porque había perdido todo, coche y casa. Gente que era como los pastores de Belén, sentados y absortos, devorando lo que veían en silencio. Les contó cómo, los 19 años, aprendiz de medicina (hacía primero en la facultad), en aquel absurdo quirófano de la nada congelada, le tocó hacer el monstruoso triaje entre los amigos destinados a morir, excesivamente dañados por el accidente de avión, y aquellos a los que dedicar las energías restantes, intentando rescatarles para la existencia. A Gustavo, con el que compartía más que el nombre, le reintrodujo los intestinos en la barriga. «Estaban intactos, sin roturas y hubiese sobrevivido. Todos los días le daba agua con la nieve que deshacíamos en la boca, no se infectó ni tuvo fiebre. Pero murió en la segunda avalancha». La vida no es nuestra, no podemos dar lo que no es nuestro.

Cervino tiene la voz cascada y una mirada de tigre, brillante y determinada como una flecha que sabe la diana. Te coge la mano con un calor eléctrico y te abraza como si fueses suya. A sus setenta y dos años conserva intacta aquella llama que le hizo recoger objetos de cada uno de los que morían y conservarlos en una maleta para los familiares. Cruces, relojes, medallas, cartas, manos temblorosas y bocas que se despedían. Treinta días pasó después con su madre devolviendo por las casas aquel legado impagable. «A los moribundos les hacía la señal de la cruz en la frente y pasaba al siguiente». No eran suyos, eran de otro, los dejaba depositados en un amor mayor. Desde entonces vive determinado en el agradecimiento por la existencia. Y preparado para la muerte en cualquier instante.

Le he preguntado en nombre de Titi, que ha perdido en Letur (Albacete) al hijo de 32 años que le arrastró la ola. «La vida es don y la muerte es misterio –me ha contestado–. Ninguna de las dos es nuestra. Esa madre ha sido muy honrada con la vida de su hijo. Desde ahí debe aprender a vivir, desde el agradecimiento, no desde la pérdida. La muerte es sólo el sello de la vida».

Los que vieron al policía tras hablar con Gustavo se encontraron con otro hombre, lleno de empuje, pleno de energía, dispuesto también a ganarse los ojos de tigre.