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A pesar del...

Ripley en serie

Nos turba que nos guste el personaje, incluso que anhelemos que se salve de la persecución policial, pero porque tememos que si tuviéramos la garantía de que no habría ningún castigo para nuestras fechorías, quizás llegaríamos a cometerlas

La novela de Patricia Highsmith, El talento de Mr. Ripley, de 1955, tuvo conocidas adaptaciones al cine, pero solo este año la pudimos ver en Netflix como serie de televisión, dirigida por Steven Zallian y protagonizada por Andrew Scott.

Ripley actúa como un homo economicus, procurando maximizar sus recursos escasos para alcanzar sus fines. Pero es el ejemplo perfecto de que la economía como ciencia meramente asignativa es clamorosamente insuficiente si le falta lo que el liberalismo ha propiciado al menos desde Adam Smith: la moral. Y Ripley desde el principio daña al prójimo en su propio beneficio, cuando empieza como un modesto estafador neoyorquino. A partir de ahí la amoralidad lo impulsa a crímenes y mentiras monstruosas en las que jamás incurre con el más mínimo remordimiento, sino realmente con satisfacción, como apuntó Brian Tallerico en rogerebert.com: «sólo se siente cómodo cuando miente, es una criatura amoral, alguien que no se limita a cruzar los límites entre el bien y el mal sino que jamás los toma en consideración».

«Tom siempre se sale con la suya», dijo Patricia Highsmith, y eso es lo realmente monstruoso e inhumano, porque, por volver a Adam Smith, lo que sucede en la vida no es eso, y el pensador escocés sostuvo en La teoría de los sentimientos morales que en realidad nuestros actos no tienen solo una retribución en la vida eterna sino también en esta, siendo lo más habitual que las buenas personas y las malas sean reconocidas como tales antes de morir. De ahí la inquietud que nos suscita Ripley: es un hombre que, en palabras de Emima Melonic en Law & Liberty, «amamos y odiamos; en la literatura de Highsmith, Ripley convierte la violencia, el robo y el asesinato en meros asuntos domésticos, como saborear un espresso en Roma, tranquilamente, observando serena e inocentemente a la gente que pasea».

Nos turba que nos guste el personaje, incluso que anhelemos que se salve de la persecución policial, pero porque tememos que si tuviéramos la garantía de que no habría ningún castigo para nuestras fechorías, quizás llegaríamos a cometerlas, y acaso con la frialdad con que él las perpetra.

Y sin embargo, nos binda una elíptica pista: su obsesión con los cuadros de Caravaggio. La luz es la clave, le comenta un cura. En efecto, porque la clave de Ripley es la oscuridad.