Tribuna

Timeo IA et dona ferentem

Quería hablar hoy de la IA al hilo de este viejo verso de Virgilio. Puede que algo de miedo ante ella sea sano. ¿Acabará este nuevo troyano por inocularnos el nocivo virus que nos haga desactivar nuestra interioridad creativa?

En el canto II de la «Eneida» se relata la última noche de Troya de forma inolvidable. Los griegos aparentemente se han marchado, dejando un enorme caballo de madera del que desconfía el sacerdote troyano Laocoonte con una frase ya proverbial: «timeo Danaos et dona ferentes» («temo a los dánaos incluso si traen regalos»). Laocoonte morirá cruelmente poco después y la vieja Ilión será reducida a cenizas tras introducirse dentro de sus murallas este regalo envenenado. Pues bien, puede que hoy tengamos a las puertas un nuevo caballo de Troya que nos promete todo tipo de ventajas (¿quién no lo ha introducido ya en su vida?): la inteligencia artificial (IA). La tenemos inesperadamente metida en nuestros aparatos y aplicaciones, desde el procesador a la mensajería, del calendario al buscador o la nube. Hoy un nuevo Laocoonte bien podría gritar «timeo IA et dona ferentem» al sospechar que estamos introduciendo en nuestras vidas, archivos y dispositivos un troyano (nunca mejor dicho) que ya nunca se marchará. Pensemos hoy, al hilo de Troya, sobre la IA como ese regalo envenenado que amenaza desactivar algo indispensable: nuestro pensamiento creativo. Cada vez nos dejamos más en sus manos: es fácil y cómodo, desde luego. La usamos para trabajar, resumir, ampliar, comparar, traducir, simplificar… y le entregamos alegre y confiadamente las llaves de nuestros documentos y nuestra creatividad, que a la par empieza a anquilosarse. Lo vemos en nuestros jóvenes, estudiantes de toda edad, que usan la IA y confían en sus engañosas respuestas para hacer algo que cada vez se parece menos a aprender. Pero nunca hay que olvidar que la aventura del conocimiento nunca fue fácil y cómoda.

El desarrollo del pensamiento autónomo es el del fuero interno del ser humano, que comienza a percibirse a sí mismo como un ente pensante e independiente desde los orígenes. Tras la revolución cognitiva del sapiens, no mucho antes de su despegue geográfico y simbólico por todo el planeta, la fuerza creativa de la inteligencia humana, lejos de esta IA acumulativa, ha progresado en soledad o en comunidad. Es un misterio cómo surge la conciencia, todavía hoy, cuando nos preguntamos si alguna vez la máquina podrá tenerla. Y es un viejo sueño de la mitología la creación de vida artificial –en mitos como los de Pandora o Talos, además de algunos otros autómatas que aparecen en la literatura clásica y que han sido estudiados hace no mucho por A. Major (en su libro «Dioses y Robots»).

Pero ¿qué es la conciencia? Creo que presupone muchas cosas. Entre otras una autopercepción y autorepresentación en un entorno, un conocimiento de las propias acciones y sus consecuencias, la atención a lo circundante, el razonamiento, el desapego del yo para evaluar críticamente los propios pensamientos y emociones, la interacción con los demás y respuesta a sus estímulos, una memoria acerca del pasado con una proyección sobre el futuro en cuanto a un yo y su contexto... Si volvemos a Troya, hay quien dice que la poesía de Homero muestra los más tempranos testimonios de la gran variedad de manifestaciones de esta(s) conciencia(s), que se ve(n) en la manera de expresar el pensamiento, las emociones y las decisiones de sus personajes. Son muchos los nombres de estos procesos de pensamiento y emoción en Homero: «phren» (el interior), «menos» (un vigor físico), «stethos» (el pecho), «kardia» o «ker» (el corazón), «noos» (la mente), «prapides» (las entrañas), «psyché» (el alma), «thymós» (el ánimo, una suerte de soplo vital), etcétera…, siendo estas dos últimas, por cierto, comparables al «ka» y al «ba» de los egipcios (el vigor vital y el alma que emprende el vuelo, alada como mariposa homérica, tras la muerte), y a otros desarrollos psicolingüísticos en las antiguas China, India o Persia (o en la propia Grecia, con el «daimon» presocrático). El caso es que algunos teóricos quieren ver en el mundo antiguo, entre el 1000 y el 700 a.C., el origen de la conciencia moderna: precisamente a la época de Homero –también con la percepción de las emociones como deidades externas– se retrotrae el controvertido estudio de J. Jaynes «El origen de la conciencia en el alba de la mente bicameral».

Y me parece que hay un elemento más, también muy presente en Homero (y antes también en Gilgamesh) para hablar de conciencia: una percepción obsesiva de la finitud del yo, tan íntimamente humana. Sabemos que vamos a morir y reaccionamos ante ello de diversas maneras, como acumular riqueza, buscar la inmortalidad, procrear, rezar, filosofar, crear una obra imperecedera o, en fin, conseguir algo que nos dé una mínima trascendencia... Quizá esto es lo que hace que hayamos emprendido cierto vuelo simbólico, desde el arte rupestre hasta la religión, la literatura y la ciencia y otras tantas experiencias de la conciencia individual o colectiva. ¿Podrá mostrar tal variedad la IA? Quizá no, aunque maestros de la ciencia ficción como I. Asimov o Philip K. Dick ya han evocado esta posibilidad (como, en el cine, Ridley Scott) y, antes que ellos, los mitos y las ficciones clásicas y modernas (de Prometeo a Frankenstein y de Galatea a Barbie) con autómatas más o menos inquietantes o aterradores. Contra estos experimentos, por cierto, nos previenen continuamente mitos y cuentos en los que todo termina mal: el titán o el científico fáustico acaban castigados por su excesiva osadía. Por eso quería hablar hoy de la IA al hilo de este viejo verso de Virgilio. Puede que algo de miedo ante ella sea sano. ¿Acabará este nuevo troyano por inocularnos el nocivo virus que nos haga desactivar nuestra interioridad creativa? Por si acaso «timeo IA et dona ferentem».

David Hernández de la Fuentees escritor y Catedrático en el Departamento de Filología Clásica de la Universidad Complutense de Madrid