Europa

Historia

Cuando en Europa no había fronteras

Pese a sus vicisitudes históricas, Europa ha sido una y se ha podido surcar en una y otra dirección. Está en nuestra mano que siga siendo así y que las pequeñeces nacionales o nacionalistas y los egoísmos euroescépticos no quiebren esa gran entidad sin fronteras

La Razón
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Hubo un tiempo en el que la libre circulación de las personas era una realidad más allá de cualquier legislación o burocracia europea y en el que la hospitalidad, esa virtud tan ponderada por los antiguos, regía con su ley no escrita entre las relaciones humanas como si fuera una suerte de don divino. Hay que recordar antes de todo aquel viejo proverbio entre los griegos que decía que «de Zeus vienen los extranjeros» (Homero, Od. XIV 56-58). En efecto, bajo el calificativo de xenios, el «protector de los extranjeros», gobernaba el próvido dios del Olimpo las relaciones humanas cuidando de la fidelidad entre huésped y anfitrión como sagrada ley. La misma era la palabra para huésped y extranjero (xenos) y de hecho el crimen más horrendo que cabía imaginar en el imaginario mítico antiguo era precisamente dar muerte a un ser humano que estaba acogido en la casa de uno o bien traicionar esa sagrada confianza: muchos son los mitos que, desde el ciclo de Troya al de Heracles, se refieren a ello. La hospitalidad era sagrada y gratuita: cuando Odiseo arriba desarrapado, como un inmigrante recién caído de la patera, a las costas de la isla de los feacios, es recogido desnudo y tembloroso y, sin siquiera preguntarle cómo se llama ni de dónde viene, el soberano Alcinoo manda que se le dé la hospitalidad que merece todo extranjero. Ya bañado, vestido y alimentado, en medio del soberbio festín, el rey le pide que relate sus penas y sus venturas y ahí, es fama, empieza su fabuloso relato.

Mucho ha pasado en esos tiempos míticos en el que el vínculo de la xenia, la hospitalidad, unía las casas nobles de los confines del mundo antiguo. Con ella se establecía una unión para relaciones comerciales que convertía la casa de uno en el refugio del otro. Tal vez sea esa una gran diferencia del mundo griego frente al antiguo Oriente, que convierte una vez más a los griegos en modelo humanístico y civilizado para el ciudadano occidental. Hay que recordar, como se ve en el libro de los Jueces o en el Deuteronomio, cuán peligroso era ser extranjero en tierra extraña. Lejos queda el mundo de las ciudades-estado griegas que, aunque siempre en guerra unas con otras, encontraban paz en Olimpia y en los otros juegos y respetaban a los extranjeros merced a sus proxenoi o representantes consulares para la protección de sus bienes, negocios y personas. Y muchas veces eran los forasteros, o «metecos», los que se encargaban del comercio en la ciudad y mantenían vivo el tráfico mercantil.

Roma respetó también a los peregrini con un derecho propio para regular sus relaciones con los ciudadanos, con pactos con las ciudades extranjeras que habían acordado reconocer a Roma su dominio y mediante la concesión gradual de la ciudadanía a diversos grupos de población hasta universalizarla en tiempos tardíos. Aquellos también fueron tiempos de una Europa sin fronteras en razón del señorío de Roma, que no era poca razón; luego gradualmente se fueron ampliando los horizontes del continente, nolens volens, abriéndose al elemento germánico que lo impregnó indeleblemente, al peregrinar de las religiones monoteístas de raíz semítica y, finalmente, al mundo eslavo y árabe: muchos fueron los conflictos, pero también los libres tránsitos de lenguas, relatos, imágenes y traducciones.

Muchos viajeros hicieron de Europa su camino sin fronteras desde la antigüedad, a través de la densa red de calzadas romanas que modeló el continente en lo sucesivo, desde la vía Augusta a la Egnatia, desde Emérita Augusta a Constantinopla. Muchos los peregrinos y los itinerarios a lugares sagrados que surcaron aquellas vías desde Burdeos o Tréveris hacia Jerusalén, Roma o Santiago. Una de las más antiguas peregrinas de las que se tiene noticia era una monja de la Gallaecia llamada Egeria, cuyo itinerario a Tierra Santa es una de las obras emblemáticas de los peregrinajes tardoantiguos y altomedievales. Das Wandern, el vagar por los campos y ciudades europeas, fue luego, en la Edad Media, cosa de gremios, estudiantes, poetas y goliardos, que extendieron las artes, las letras y las ciencias desde el siglo que vio nacer la gran universidad europea y evolucionar los estilos de retablos y catedrales. Los muchos «renacimientos» europeos, en oriente y occidente, se encargaron de expandir esa semilla de una misma Europa sobre las peculiaridades regionales, latinas, griegas o vernáculas. Solo tenemos que recordar la maravillosa institución alemana de la Wanderschaft, de origen medieval, fervor romántico y aún vigente hoy: son años errantes que los aprendices de un oficio –carpinteros o ebanistas– deben pasar sin residencia fija, con una vestimenta especial de su gremio y un pasaporte que les abre las casas, las ciudades y los saberes de su especialidad, en un viaje iniciático y de formación.

Uno de los grandes últimos viajeros europeos, Patrick Leigh Fermor, cuenta sus andanzas entre Inglaterra y Estambul por lo que quedó de esta Europa hospitalaria en dos libros magníficos: «El tiempo de los regalos» y «Entre los bosques y el agua». Su viaje se inicia en una fecha altamente simbólica, 1933, año de la ascensión de Hitler al poder, un momento que iba a marcar la decadencia de esa Europa de fronteras permeables para siempre. Es sugerente pensar que este último peregrino a Bizancio, como otrora los que marcharon a Roma o a Santiago, llevaba en su equipaje, además de los clásicos grecolatinos, todo el simbolismo de la Europa sin fronteras. Pese a sus vicisitudes históricas, Europa ha sido una y se ha podido surcar en una y otra dirección. Está en nuestra mano que siga siendo así y que las pequeñeces nacionales o nacionalistas y los egoísmos euroescépticos no quiebren esa gran entidad sin fronteras de la cultura y las artes que hizo tan grande la antigüedad, la edad media y la moderna.

*Escritor y Profesor de Historia Antigua de la UNED