Crítica de libros

Hacia una política del equilibrio

La Razón
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Hay nociones básicas del pensamiento político clásico, como la del equilibrio, la armonía y la buena medida (isonomia, eunomia, to mesotes...), que todavía hoy se revelan indispensables para la convivencia en las democracias modernas. Ya la escuela de Pitágoras, en la Magna Grecia, concibió una teoría política que partía de la proporción matemático-musical y de un rechazo de la desarmonía social. Conviene detenerse brevemente en el origen de estas ideas en la escuela pitagórica, pues parece que fue en su discurso al pueblo de Crotona cuando el legendario sabio de Samos enunciara por vez primera la idea de la armonía política. La comparación de la música y la convivencia en el Estado, cuando no del arte de gobernar y la práctica musical, es una de las metáforas más antiguas de la labor política (otra es, ciertamente, la idea de la «nave del Estado», que trataremos en otra ocasión). Pero la armonía musical se convierte desde la antigua Grecia hasta la Ilustración europea en un perdurable leitmotiv para simbolizar la concordia y el acuerdo, la sintonía y afinación de las diversas partes e intereses de una comunidad política. La idea del gobernante músico, que tendría una larga trayectoria, parte también del mito de Orfeo, poeta y profeta, conocedor legendario, como el filósofo Pitágoras, de la armonía de las esferas: tanto más, por ende, podría armonizar tal figura la convivencia política, según este fecundo símil (que llega incluso a nuestro Barroco, cuando Solórzano Pereira, en sus Emblemas regio-políticos de 1650, compara al monarca hispánico con un músico órfico que «tañe en vez de castigar»).

Así pues, para la política pitagórica –clara evidencia de que existió un potente pensamiento político presocrático–, es preciso administrar equilibrada y correctamente la cosa pública por parte de la mayoría y para la mayoría, procurando un orden ideal sobre bases epistémicas y, a la vez, estéticas. Este equilibrio se enuncia en griego mediante la palabra kosmos que, recordémoslo, no solo significaba orden, sino también belleza armónica o adorno de perfección. La armonía política fue defendida por los antiguos pitagóricos en la Magna Grecia, en lo que conocemos de sus funciones de mediación social entre los ciudadanos, que se sometían voluntariamente a sus arbitrajes, y en su evidente influencia política, que se puede probar históricamente entre los siglos VI y V a.C. Los miembros de dicha escuela, al decir del neoplatónico Jámblico (VP 129) «hicieron guardar las leyes y dirigieron algunas ciudades revelando y aconsejando las mejores medidas que pudieron concebir, pero absteniéndose de recibir un sueldo público... [los itálicos] quisieron que los asuntos constitucionales fueran administrados por aquellos. En esta época parece que las mejores constituciones se dieron en Italia y Sicilia».

Armonía y proporción cobran así una clara vertiente ética y estética, pero también matemática y política: se pretendía que la interacción entre las clases sociales y los grupos políticos conformara un equilibrio áureo o, como diría otro pitagórico ilustre, Arquitas, protector y quizá maestro de Platón, un logismós («cálculo» o «razonamiento»). Esta expresión, de raigambre matemático-musical, aparece en uno de los fragmentos políticos más célebres de Arquitas, filósofo que gobernó muchos años la ciudad de Tarento, anticipando la utopía platónica del gobierno de los sabios. Así, la armonía de las esferas y del universo debía reflejarse, según este método comparativo entre individuo y sociedad, microcosmos y macrocosmos, en la filosofía política. La proporción geométrica aplicada a la política aparece por primera vez aquí como la idea de un equilibrio áureo, un «cálculo» fundamental para un estado equilibrado que «hace cesar la discordia y aumenta la concordia» (fr. 3). Trasladado a la política actual, este concepto antiguo valora y fomenta los ordenamientos y constituciones que garantizan la máxima estabilidad: es inevitable pensar en la constitución estadounidense como modelo de legislación armónica, por otra parte tan influida por un cierto revival iluminista y neopitagórico de la Ilustración. Pienso en el magnífico libro de Clelia Martínez Maza, «El espejo griego. Atenas, Esparta y las ligas griegas en la América del período constituyente [1786-1789]» (2013), que desvela la sutil trama de influencias clásicas de «patres patriae» norteamericanos como Adams, Hamilton y Madison. Por otra parte, dicho planteamiento conlleva una crítica a aquellos modelos políticos que destacan por su disonancia, o sea, por su falta de moderación. No es de extrañar que los pitagóricos se significaran contra la tiranía por considerarla un sistema político disonante que rompía el equilibrio natural. Pero también se situaban contra una excesiva tendencia a la innovación y al cambio en las constituciones: hoy día, con la insistencia en tocar en lo básico nuestra Carta Magna, cabe recordar la necesidad de conservar un marco jurídico firme y amplio para el ejercicio de las libertades públicas.

En definitiva, la relación entre la armonía matemático-musical y la armonía entendida como justicia social y política ha de entenderse como una de las más importantes herencias que debemos tomar de la antigüedad. Hay que volver la mirada a las arcaicas ideas pitagóricas sobre la armonía y la geometría aplicadas a la convivencia política, que influirán sobremanera en la formación de la teoría política platónica, para reivindicarlas aun hoy como una base para nuestra concepción moderna de la democracia y del imperio de la ley.