Unión Europea
Insistencia en la europeidad
No se trata de imponer la izquierda o la derecha como los líderes nos recuerdan sino de salvar las dimensiones de la persona humana devolviendo a los ciudadanos aquel pequeño y eficaz protagonismo de que han sido privados
Es preciso, para cualquier historiador, pomposo o simple, no apartar los ojos del paisaje europeo tan afectado por acontecimientos que suponíamos plenamente superados, pero que en un corto tiempo hemos visto producirse: el exilio de Gran Bretaña que pone en peligro su propia unidad, el golpe de Niza y el estallido interno en Turquía. Son como síntomas claros de que el peligro no viene únicamente del exterior sino que está obligada a defenderse de ella misma. El islam ha recobrado en el siglo XX aquellas dimensiones que alcanzara en la Edad Media. Y como entonces está revelando una falta de unidad en si mismo. Los terroristas han olvidado esas palabras iniciales del Corán –Dios es clemente y misericordioso– e invocan el nombre de Allah para justificar sus crímenes. Tampoco se detienen a considerar que la guerra santa es defensa y expansión de la fe sino que la convierten en instrumento totalitario que permite alcanzar el poder. Me es difícil explicar el asombro que me sobrecogió al contemplar las llamas ante los muros que en Medina custodian los restos del Profeta. La violencia se condena a sí misma.
Durante más de un siglo los emiratos musulmanes han sido gobernados por las potencias europeas que cumpliendo las premisas del Congreso de Berlín afirmaban el propósito de modernizar una sociedad que definían como muy retrasada. Sin duda ignoraban que en el arabismo, forma inicial de esas complejas sociedades, habla de valores que debían ser tenidos en cuenta. Se portaron los europeos como simples sahibs, soberanos señores que debían ser obedecidos y servidos. A esto se llamaba colonización una palabra que en sus raíces latinas es equivalente a servidumbre. Y así despertaron el menosprecio y con el odio. La descolonización de 1959, impulsada por Estados Unidos y la URSS que se sentían al margen del anterior proceso, vino a ser un despertar de odios soterrados. Y es bien sabido que los odios acaban desbordándose hasta poner en el punto de mira incluso a aquellos que al principio eran sus correligionarios. En España tenemos largas y dolorosas experiencias.
Para mí el camión asesino que recorre el paseo de los ingleses de Niza y las llamas que consumen el hogar en donde Muhammad comenzara sus enseñanzas son como dos caras de una misma moneda. Y sobre todo un toque de atención: podemos los europeos cometer el error de responder al odio con el odio. Nuestros políticos necesitan aprender la lección: hay que ayudar a que las poblaciones sometidas permanezcan en el suelo que les vio nacer y no engañarse con supuestos refugios. Y al mismo tiempo demostrar que diálogo y entendimiento son esencia de la confraternidad. Las encíclicas vaticanas postconciliares pueden servir de guía, incluso a aquellos que no comparten su fe en el proyecto de restauración de ese nuevo humanismo. Europa no es una simple yuxtaposición de entidades políticas sino un edificio con cinco pilares que en 1412 se llamaron oficialmente naciones y que se expresan mediante idiomas que han adquirido dimensiones muy amplias.
La gran esperanza despertada en 1947, a la que con gran frecuencia me gusta referirme en estos artículos porque era precisamente aquella con la que me iba asomando a las calles de grandes ciudades de Europa ayudándome a conformar una mentalidad apartada de ideologías políticas, ahora parece disiparse. Los partidos políticos ya no son opciones programáticas que tratan de encontrar solución para los problemas dialogando entre sí; se han convertido en bloques en donde las palabras vertiginosamente distendidas merced a los progresos técnicos se han convertido en armas para la agresión. En España lo estamos comprobando y de una manera especial desde los últimos meses. La meta política se reduce a una pregunta: ¿cómo puedo adueñarme del poder que es lo único que importa? Y la libertad religiosa está siendo destruida. Los historiadores tenemos que dar la voz de alarma. No se trata de imponer la izquierda o la derecha como los líderes nos recuerdan sino de salvar las dimensiones de la persona humana devolviendo a los ciudadanos aquel pequeño y eficaz protagonismo de que han sido privados. Ni siquiera están autorizados a elegir las personas; votan una lista y si se les ocurre tachar en ella un nombre se les convierte en cero. Vuelven así las brumas que ya hemos conocido.
Durante siglos los grandes maestros enseñaron cuatro verdades que debemos restaurar:
a. No se puede confundir libertad con independencia. Es libre albedrío y se encuentra ligada al deber y la responsabilidad.
b. Los valores religiosos son en sí mismos positivos. Cuando se abandonan se produce una carencia. No se trata de imponer una fe como los yihadistas proclaman sino de abrir las puertas para un entendimiento que permita resaltar la dignidad de la persona humana.
c. Verdad y mentira no pueden estar dotadas de los mismos derechos. Cuando se sustituye la objetividad documental por la memoria individualizada se destruye el saber histórico y sin él no es posible construir el futuro: aciertos y errores tienen que ser objetivamente conocidos. Y,
d. El orden jurídico y moral no son un invento humano. Pertenecen a la naturaleza y por eso llamados «derechos naturales humanos» y no como los jacobinos les calificaban de «ciudadanos» valiéndose de la guillotina para hacerlos cumplir.
Un detalle final. Hoy los Estados renuncian a la pena de muerte. Un bien indudablemente. Pero el hombre de a pie siente ahora el temor simple y neto: ¿no será simplemente que ha cambiado de dueño? Pues el asesino no duda en aplicarla cuando así le conviene seguro de que él no entra en esa alternativa.
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