Antonio Cañizares
La aconfesionalidad no es laicismo (I)
Estos últimos tiempos están reiterándose verdaderas agresiones a la libertad religiosa. Se está confundiendo gravemente, con intencionalidad clara, la aconfesionalidad justa de la sociedad que asegura la Constitución con una sociedad laica o con el laicismo. Y no son la misma cosa. Es necesario afirmar que toda persona tiene una dignidad inviolable que nadie puede conculcar y que todos debemos respetar y promover, a la que corresponde unos derechos humanos fundamentales a cuyo logro todos hemos de prestar nuestra colaboración decidida y total. Uno de esos derechos es el de la libertad religiosa, que no es uno más entre los derechos sino el más fundamental, piedra angular en el edificio de los derechos humanos. Es necesario que en todos los países se abra paso a la libertad religiosa, también en los de mayoría de una determinada religión, como en los de otras mayorías religiosas en el que el resto de las religiones es respetado. Que se fortalezca el diálogo y el encuentro entre las Religiones. Que nadie tema, ni vea menoscabo, ni amenaza para el hombre, la paz y la convivencia en el acercarse a Dios. Ni las religiones en su verdad, y menos aún Dios, amenazan la paz; al contrario, son apoyo y garantía ineludibles para la misma.
El Papa San Juan Pablo II, gran defensor del hombre, de sus derechos y libertades, tuvo una alocución al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, en la que dijo: «Las comunidades de creyentes están presentes en toda la sociedad, expresión de la dimensión religiosa de la persona humana. Los creyentes esperan por tanto poder participar en el debate público», que se les tenga en cuenta en toda la amplitud y exigencias que requiere el derecho fundamental de la libertad religiosa. Este derecho no siempre es reconocido, al menos en la amplitud que tal derecho reclama y que le es inherente. De hecho, refiriéndose a nuestra área, es decir a Europa, en el mencionado discurso constató lo siguiente, que ciertamente es grave: «En los últimos tiempos, somos testigos, en ciertos países de Europa, de una actitud que podría poner en peligro el respeto efectivo de la libertad de religión. Si bien todo el mundo está de acuerdo en respetar el sentimiento religioso de los individuos, no se puede decir lo mismo del hecho religioso, es decir, la dimensión social de las religiones, al olvidar los compromisos asumidos en el marco de lo que entonces se llamaba la ‘‘Conferencia sobre la Cooperación y la Seguridad en Europa’’». Sin pronunciar ningún nombre de ningún país, pero sabiendo todos a qué se refería y por qué lo decía, añadió a continuación: «Con frecuencia se invoca el principio de laicidad, en sí mismo legítimo, si es comprendido como la distinción entre la comunidad política y las religiones. Pero ¡distinción no quiere decir ignorancia! ¡La laicidad no es el laicismo! No es otra cosa que el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre ejercicio de las actividades de culto, espirituales, culturales y caritativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diferentes tradiciones espirituales y la nación. Las relaciones Iglesia-Estado pueden y deben dar lugar a un diálogo respetuoso, que transmita experiencias y valores fecundos para el porvenir de una nación. Un sano diálogo entre el Estado y las Iglesias –que no son rivales, sino socios– puede sin duda favorecer el desarrollo integral de la persona y de la sociedad. La dificultad de aceptar el hecho religioso en el espacio público se ha manifestado de modo emblemático con ocasión del debate sobre las raíces cristianas de Europa. Algunos han hecho una relectura de la Historia a través del prisma de ideologías reductoras, olvidando lo que ha aportado el cristianismo a la cultura y a las instituciones del continente: la dignidad de la persona humana, la libertad, el sentido de lo universal, la escuela y la universidad, las obras de solidaridad. Sin infravalorar a las demás tradiciones religiosas, es un hecho que Europa se afirmó al mismo tiempo en que era evangelizada y es un deber de justicia recordar que, hasta hace poco tiempo, los cristianos, al promover la libertad y los derechos del hombre, han contribuido a la trasformación pacífica de regímenes autoritarios, así como a la restauración de la democracia en Europa central y oriental» (Juan Pablo II).
Por eso, hay que señalar que, en las relaciones con los poderes públicos, la Iglesia no pide volver a formas de Estado confesional. Al mismo tiempo, deplora todo tipo de laicismo ideológico o separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas.
Sin duda alguna, de esta manera estamos tocando puntos nucleares que están en juego en la definición y construcción de la nueva Europa, o de la España que necesitamos edificar todos juntos. Es verdad que los textos legislativos, como pueda ser la Constitución Española, garantizan las libertades de conciencia y de religión y su práctica; los Estados se declaran neutrales, pero después algunos grupos políticos no saben muy bien qué hacer con ella. No definen bien, en general, el lugar que hay que reservar a las religiones o a las Iglesias. Es necesario que definan mejor este lugar por el bien común y la convivencia entre todos. En efecto, estamos ante el afianzamiento de aquella tendencia que quisiera «privatizar» cada vez más a las Iglesias y transformar la libertad de religión en una especia de tolerancia aséptica. Se argumenta que cada uno es libre de hacer lo que quiera y, por consiguiente, puede adherirse a una fe, profesar determinadas confesiones religiosas, pero lo importante es que esto no se vea públicamente o no tenga una incidencia pública. El equívoco de fondo, que no puede ser aceptado ni por los creyentes ni por los no creyentes, es reducir la libertad religiosa al ámbito exclusivo de la conciencia personal –por lo cual, ordinariamente, se habla de religión como de un «asunto privado»– y considerar a la Iglesia del mismo modo que cualquier organización no gubernamental.
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