Antonio Cañizares
La aconfesionalidad no es laicismo (II)
Todo lo que impida o ponga en peligro, o recorte, el reconocimiento real y pleno de la libertad religiosa es desfigurar y destruir la sociedad
Nunca insistiremos suficientemente, más en nuestro tiempo, en lo preciso que es respetar el derecho de libertad religiosa para que se dé una verdadera y necesaria vertebración o integración de la sociedad democrática. Todo lo que impida o ponga en peligro, o recorte, el reconocimiento real y pleno de la libertad religiosa es desfigurar y destruir la sociedad. Una sociedad sana necesita del reconocimiento de este derecho, como derecho fundamental de todas y cada una de las personas en el plano individual, y como derecho social. El reconocimiento pleno del verdadero ámbito de lo religioso es completamente vital para una adecuada y fecunda presencia de la Iglesia en la sociedad. Lo religioso va más allá de los actos públicos de la predicación y del culto; repercute y se expresa por su propia naturaleza en la vivencia moral y humana que se hace efectivo en los campos de la educación, del servicio y compromiso sociales, del matrimonio y de la cultura. Todo ello supone una aceptación no recortada jurídicamente y tutelada suficientemente de su significación pública. Es inaceptable reducir la religión al ámbito estrictamente privado, olvidando paradójicamente la dimensión esencialmente pública y social de la persona humana; es impensable pensar en una libertad de religión vivida en el anonimato, en la clandestinidad, o sin incidencia en la vida pública; se trata sencillamente de vivir en libertad lo que significa ser creyente, ser cristiano, ser religioso y trasparentar lo que es esa vida religiosa, cristiana, en todas sus dimensiones; la fe afecta a la totalidad de la vida, también a los distintos aspectos de la vida pública: al ámbito de la familia, del mundo profesional, a la esfera social, económica, cultural y política. El acto de fe, personal y libre, debe poder manifestarse externamente y expresarse públicamente. Así, «la libertad religiosa se expresa mediante actos que no son solamente interiores ni exclusivamente individuales, dado que el ser humano piensa, actúa y comunica con los demás; la ‘profesión’ y la ‘práctica’ de la fe religiosa se expresan a través de una serie de actos visibles, tanto personales como colectivos, privados o públicos, que son el origen de una comunión con las personas de la misma fe y establecen un vínculo de pertenencia del creyente a una comunidad religiosa orgánica.
Sobre lo importante y decisivo de este derecho de libertad que debe salvaguardarse y definirse en toda su amplitud, el Papa San Juan Pablo II, con motivo de una de las Jornadas Mundiales de la Paz, escribió: «El derecho civil y social a la libertad religiosa, en la medida en que alcanza el ámbito más íntimo del espíritu, se revela un punto de referencia y, en cierto modo, llega a ser un parámetro de los demás derechos fundamentales». El papel de los Estados, por tanto, no puede reducirse a una simple tolerancia, sino que debe inspirarse en el reconocimiento, el respeto, la justa valoración y la creación de condiciones de posibilitación de un fenómeno que los supera, ya que afecta a una dimensión innata de la persona, a su esfera más íntima y, por consiguiente, a lo «universal» del espíritu humano. Sobre esta base se construirá la nueva «Europa del espíritu». Este derecho no se refiere no sólo a las personas, sino también e inseparablemente a las comunidades o instituciones religiosas en cuya comunión se hallan y a las que pertenecen. Las Instituciones y los Estados de una sociedad democrática han de reconocer las Iglesias, las comunidades eclesiales y las demás organizaciones religiosas, con la misma o más razón con que reconocen los diversos cuerpos sociales. «Con mayor razón aún, cuando ya existen antes de la fundación de las naciones europeas, éstas no se pueden reducir a meras entidades privadas, sino que actúan con un peso institucional específico que merece ser tomado en consideración. En el desarrollo de sus tareas las instituciones estatales y europeas han de actuar conscientes de que sus ordenamientos jurídicos serán plenamente respetuosos de la democracia en la medida en que prevean formas de ‘sana cooperación’ con las Iglesias y las organizaciones religiosas» (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 114).
Por eso el Papa San Juan Pablo II, a la luz de esto, pidió a los redactores del texto constitucional europeo que figurase «en él una referencia al patrimonio religioso y, especialmente, cristiano de Europa». Respetando plenamente el carácter laico de las instituciones, San Juan Pablo II esperaba que se reconociesen, «sobre todo, tres elementos complementarios: el derecho de las Iglesias y de las comunidades religiosas a organizarse libremente, en conformidad con los propios estatutos y convicciones; el respeto de la identidad específica de las Confesiones religiosas y la previsión de un diálogo reglamentado entre la Unión Europea y las Confesiones mismas; el respeto del estatuto jurídico del que ya gozan las Iglesias y las instituciones religiosas en virtud de las legislaciones de los Estados miembros de la Unión». (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 114)
Con pleno respeto a la autonomía del orden temporal, sin ingerencias abusivas que traspasarían su propia misión y papel que le corresponde, «la Iglesia católica, una y universal, aunque presente en la multiplicidad de las Iglesias particulares, puede ofrecer una contribución única a la edificación de una Europa abierta al mundo. En efecto, en la Iglesia católica se da un modelo de unidad esencial en la diversidad de las expresiones culturales, la conciencia de pertenecer a una comunidad universal que hunde sus raíces, pero no se agota, en las comunidades locales, el sentido de lo que une, más allá de lo que diferencia» (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 116). La Iglesia católica, por otra parte, no puede permanecer ajena a los problemas que se planten en el campo social, cultural, económico, político, porque nada verdaderamente humano, en virtud del designio de Dios Creador y Redentor y en virtud de la Encarnación, le es ajeno. Consciente asimismo de sus responsabilidades para con los hombres y el recto ordenamiento de la sociedad en convivencia y libertad, la Iglesia católica ni puede ni quiere eximirse cuando se trata de hacer que la vida humana se haga cada vez más humana y de orientar las conciencias para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad de la persona.
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