Antonio Cañizares
La fuerza de la religión y la fe
Son no pocos los que piensan que la religión constituye un estadio del desarrollo de la humanidad ya sobrepasado por la razón científica y tecnológica, y el progreso. Quieren realizar el bien del hombre prescindiendo de Dios. Incluso estiman que son causa de división y enfrentamiento, sobre todo cuando son monoteístas. Los respeto profundamente. Con el mismo y sumo respeto, si me lo permiten, me atrevo a preguntarles sobre cuál es la respuesta a los interrogantes que hoy desasosiegan el espíritu humano; a la par me atrevo a rogarles que nos digan una palabra clara y libre sobre lo que está sucediendo en el mundo y sobre el destino del hombre, que genere esperanza, conduzca al encuentro entre los hombres y los pueblos y ofrezca respuesta a la necesidad de que la historia no sea una acumulación de agravios o fuente de resentimiento exasperante; que nos muestren unos caminos de esperanza verdadera que no sean los de pretender controlarlo todo o los de un gozar y disfrutar sin más en el presente, porque eso queda patente que no lleva a la felicidad ni suscita esperanza.
Los cristianos, con toda humildad y sencillez, también nos atrevemos a admitir ese reto que planteo a los que desde sus respetables posiciones no piensan como nosotros. Y como más vale un gesto que mil palabras, me remito, simplemente a modo de ejemplo, al testimonio de dos personas, que son un testimonio vivo de la fuerza humanizadora y pacificadora de la fe en Dios y de coherencia con lo que es la fe y la religión para el hombre; me refiero a la Madre Teresa de Calcuta, o a la Madre María Purísima de la Cruz, canonizada hace quince días, cuya caridad y entrega a los más pobres de los pobres no tiene sentido sin Dios en ellas, o San Juan Pablo II, cuya fiesta celebrábamos la pasada semana, aquel anciano Papa que, entre muchos hechos de su vida con parecido valor, cuando el II de septiembre fatídico de Nueva York, en el fragor de la incertidumbre y de la amenaza de la violencia desatada, no se quedó en su casa al abrigo seguro, sino que marchó a hacerse presente en un país de mayoría musulmana, Kazajstán, para allí mostrar la esperanza y alentar el encuentro entre los hombres y las religiones que brota de la fe en Dios y en su Hijo Jesucristo.
La Iglesia no tiene otra riqueza, otra palabra, ni otra respuesta que Jesucristo. Él mira con ternura a todos y cada uno de los hombres, los ama con pasión y se entrega por ellos sin reserva alguna, se inclina para curar y no pasar de largo de cualquier hombre robado, herido y tirado fuera del camino, se hace último para servir a todos como esclavo de todos, se abaja y hace suyo, en solidaridad sin fisuras, el sufrimiento de los hombres; así trae la paz y planta en la tierra la misericordia, que va más allá de la justicia. Nos muestra de este modo, que no es la prepotencia, ni el estar satisfecho de sí y encerrado en los propios logros o capacidades, lo que nos trae la seguridad para vivir; que ésta seguridad consiste fundamentalmente en la capacidad de misericordia, y ésta depende del reconocimiento de Dios que Él mismo nos desvela en una carne como la nuestra.
La Iglesia mira a los hombres con la misma ternura y con la misma libertad con la que actúa Jesucristo, que no es otra que la libertad para amar al hombre, la que refleja el rostro de Dios; mira a los hombres con la misericordia de Jesucristo y, a partir de ahí, les abre la esperanza de que todas las cosas pueden empezar siempre de nuevo y reemprenderse el camino que tiene en Dios una meta cierta: la del triunfo sobre toda violencia y toda muerte y la del cese de todo llanto trasformado en alegría que no se agota. En el corazón de Asia, en Kazajstan, en aquellos momentos aludidos tan dramáticos en los que la humanidad misma estaba en juego y donde tantas convicciones podrían cuartearse, precisamente el anciano Papa –lleno de una fortaleza y arrojo que no tenemos otros– salió al encuentro de los jóvenes universitarios, musulmanes, ortodoxos y ateos, y, ante las grandes y graves preguntas del hombre, les dijo cosas como éstas que deberían hacernos pensar ante el drama de la humanidad.«Mi respuesta, queridos jóvenes, sin dejar de ser sencilla, tiene un alcance enorme. Mira, tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto equivale a decir que tú tienes un valor en cierto sentido infinito, que cuentas a los ojos de Dios en tu irrepetible individualidad...Tenéis cada uno a vuestras espaldas distintos avatares, no exentos de sufrimientos». Esto es lo que la Iglesia, nacida para servir y ser enviada en favor de todos los hombres, ofrece a quien quiera escucharla. Desde aquí no cabe la intransigencia ni la autosuficiencia, ni la prepotencia que conduce a la exclusión y al desprecio de los demás, sino únicamente el inclinarse ante todo hombre y elevarlo a su dignidad más alta, encontrarse con todos desde el amor fraterno y amigo. Esta es la gozosa esperanza de la Iglesia con la que mira el destino de la Humanidad.
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