Camino de Santiago

L¡os monasterios del camino

La Razón
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Otro año más he tenido fuerzas –las físicas y sobre todo las espirituales– para hacer el Camino de Santiago. La principal de estas últimas es la ilusión; la ves en los ojos de los mayores, de los jóvenes e incluso de los niños mientras sudan cuesta arriba por el Camino esquivando bicicletas. Con un grupo de peregrinos y amigos de hace ya varios años empezamos a andar en Sarria y acabamos en la Catedral del Apóstol. Los primeros días nos alojamos en el Monasterio de Samos y de eso, que no del Camino, les quisiera hablar hoy.

Este Monasterio es un edificio impresionante, un monumento majestuoso e inmenso. El alojarse en él resulto una experiencia regular, tirando a decepcionante. Trataré de explicar por qué. La celda primera en la que dormí estaba sucia, todo estaba roto y naturalmente no había baño; es más, para encontrar agua caliente había que recorrer varios claustros y no siempre se tenía éxito. Como Marino de Guerra –y también como peregrino– se imaginarán Uds. que no siempre he dormido en lechos de rosas y disfrutado de agua –al menos dulce– en abundancia. Aunque eso sí, con la suciedad soy un poco más intransigente. Pero de nada de esto es de lo que me voy a quejar. Sobre todo porque en el Monasterio había sólo cinco monjes que apenas podían atender –material y espiritualmente– a los peregrinos alojados.

Creo que ha llegado el momento de pensar en la conveniencia de actualizar la misión –las reglas– de las órdenes de monjes y monjas de los conventos de clausura. Ellos se dedican a contemplar a Dios, pero Dios no los contempla a ellos –al menos con la misma atención– que lo hacía en la Edad Media cuando en estos mismos conventos se salvó la cultura clásica y gran parte de los oficios y las artes. El que maravillosos monasterios estén mal mantenidos y con cometidos colaterales renqueantes nos indica que algo va mal. El que no haya vocaciones para las órdenes monacales está confirmando que algo va todavía peor.

La Iglesia dedica ingentes recursos personales y materiales a la formación de niños y jóvenes en colegios y universidades. Caritas es una organización admirable en estos tiempos en que la prosperidad no alcanza a todos por igual. Como los misioneros que llevan la Palabra de Dios a veces con gran riesgo personal para sus portadores. En los hospitales hay todavía alguna presencia religiosa. Pero en la misión de preparar a los creyentes para afrontar el atardecer de la vida, no hay una actividad destacada y detectable de nuestra Iglesia. Sin embargo la atención a los mayores sí que atrae a la iniciativa privada, pues con la prolongación de la vida media y teniendo bastantes jubilados pensiones suficientes o ayuda de sus hijos, el negocio parece cada día mas asegurado. ¿Por qué la Iglesia no puede entrar en este campo de la atención a los mayores añadiendo un aspecto espiritual al de los cuidados materiales naturalmente externalizados con personal civil? ¿Por qué los monasterios, los monjes y las monjas no pueden dedicarse a cuidar de los mayores y a prepararlos para reencontrar a su Creador cuando llegue –Dios quiera que muy tarde– este momento?

Sé lo difícil que sería llevar a cabo una reforma como la que estoy sugiriendo. Sin embargo no creo que sea tan ardua como la que Santa Teresa afrontó en su tiempo ante una situación de pérdida del norte de conventos y ordenes monacales. Tendría que surgir una autoridad –eclesiástica naturalmente– con el suficiente entusiasmo, empuje y prestigio –como tuvo ella– para llevar a buen puerto esta reconversión; para vencer las enormes inercias que se intuyen. ¿Pero qué hay que perder? ¿Deberíamos esperar a que haya un solo monje por convento o a que los monasterios se conviertan en Paradores de turismo para acometer la reforma?

Nuestro Rey y Emperador Carlos I se retiró a un Monasterio para prepararse a bien morir después de haber tenido todos los poderes concebibles. Con los medios modernos, internet, cuidados médicos, fisioterapeutas, huertos ecológicos con los que entretenerse... no sería nada malo recogerse en un centro como estos donde además te hablen de Dios y puedas reflexionar sobre lo que has hecho en la vida y solventar alguna cuenta chica que haya quedado pendiente. Abierto a mujeres y hombres de nuestra fe que puedan pagarse parte de esta atención; que no dependan de la caridad, al menos, no en el sentido estricto de la misma. Centros abiertos, autofinanciados total o parcialmente.

Muchos de los abuelos cuidan voluntariamente de los nietos o quieren vivir cerca de sus hijos. Habrá pues quien no pueda entrar en estos monasterios abiertos que estoy sugiriendo, pero la oferta seria atractiva para otros muchos como demuestra la incursión del capital privado en este campo asistencial.

El hombre no solo se compone de cuerpo sino de espíritu. Nunca es más evidente esta verdad que cuando vislumbramos el final del camino, no el de Santiago sino el de la vida. Ojalá que algún monasterio, y sobre todo algún fraile o monja, nos pudieran ayudar a afrontar –de la mejor manera– en la hora de la verdad que a todos nos llegara tarde o temprano.

¿Existirá alguna Santa Teresa en estos desorientados tiempos?