Antonio Cañizares
Madre Teresa de Calcuta, Santa
El próximo domingo, en Roma, será canonizada por el Papa Francisco la gran santa del siglo XX: la Madre Teresa de Calcuta, santa de la caridad y la esperanza, santa de los pobres y excluidos, santa de la misericordia, portadora de la gran revolución del amor que el mundo necesita. Dios, en su infinita bondad, compasión, misericordia y ternura, nos ofrece en ella, dentro del Año de la misericordia, la gran señal que ilumina y guía en medio de la noche que atravesamos, la presencia en una carne como la nuestra de la encarnación o el retrato vivo de lo que es la real, actual y verdadera misericordia con los pobres más pobres de este mundo.
Dios alienta nuestra esperanza en estos tiempos precisamente por Teresa de Calcuta. Con esta canonización será puesta como enseña luminosa para la humanidad entera, también para España a la que ella visitó varias veces y siempre pudimos ver en ella la llamada de Dios que nos pregunta: «¿dónde está tu hermano?» Si, como ella, respondemos con obras de misericordia dónde encontramos y está nuestro hermano: en los pobres más pobres, habrá una Iglesia renovada y renovadora, aportadora y artífice de nueva humanidad, verdaderamente revolucionaria con la única revolución que cambia el mundo: la del amor, la de la caridad, la de Dios que no pasa de largo de los pobres más pobres, sino que se acerca tanto a ellos, que con ellos se identifica. Así se producirá, además, la gran renovación de la humanidad que tanto necesita de una regeneración verdadera con obras reales, no ideológica.
En madre Teresa de Calcuta la caridad de Cristo, el infinito amor con que Él nos ha amado hasta el extremo, ha llegado a nosotros y lo hemos visto de manera palpable. Fue un aire fresco de vida su paso por esta tierra, calcinada frecuentemente por el hambre, el desprecio de la vida, la muerte violenta, y la cerrazón de las entrañas humanas ante la miseria de esa inmensa muchedumbre de hermanos nuestros que son considerados deshecho de nuestras ciudades. Las gentes extenuadas, los pobres más pobres, los niños de las calles han visto en ella algo singular. Todo el mundo lo ha visto. Todo el mundo la admira. Porque hay en ella un rayo de luz y de esperanza, una frescura de vida, una ternura que levanta y libera de la postración o de la exclusión: la ternura de Dios, la luz de su presencia, la esperanza de su amor, la entrega infinita de su vida por nosotros, por los últimos y desheredados de la tierra.
La Madre Teresa de Calcuta ha sido y es un don de Dios a la humanidad entera en su Iglesia; es signo y presencia del Evangelio vivo del amor de Dios, que se ha acercado a nosotros en una carne de sufrimiento, en su propio Hijo; más aún, que se ha hecho esa carne y ha tomado sobre sí todo sufrimiento y toda pobreza y ha manifestado cómo Dios ama al hombre, hasta el extremo, cómo apuesta por él y se lo juega todo por él, aunque sea el más miserable, o, precisamente porque lo es, porque es el más desgraciado de lo creado.
Esta religiosa, consagrada al Señor –no lo olvidemos, consagrada al Señor, enteramente de Él y para Él, ante todo–, con una vida de alta e intensa oración y contemplación es testigo viviente de Jesucristo, Hijo de Dios humanado y llagado, el Buen samaritano que no pasa de largo, sino que se acerca a todo hombre maltrecho, tirado en la cuneta y despojado, para curarle y cargarlo sobre su propia cabalgadura y conducirlo donde hay calor y cobijo de hogar, interesado sólo de la persona, de sus heridas, de sus despojos.
Enraizada en el amor de Dios, conducida por Él mismo, ha ido adonde se le puede encontrar: en su Hijo crucificado y pobre; y así, también, en los leprosos, los hambrientos, los moribundos en las calles, los sin techo, los inocentes eliminados antes de nacer..., ese larguísimo viacrucis o inmenso calvario donde Él sigue crucificado. El amor, la caridad, la misericordia, la compasión de Teresa de Calcuta es señal y presencia de la luz que es Cristo, a quien los hombres buscan a veces sin saberlo, como han buscado a esta mujer que ha vivido con las mismas entrañas de misericordia que su Maestro. Esta mujer menuda y muy grande ha sido y es un indicativo claro y esplendoroso de que Dios es Dios, Dios con nosotros; ella ha sido y es recuerdo hecho carne para todos de que al atardecer de la vida seremos juzgados del amor; es afirmación de que la caridad es lo primero y principal que permanece para siempre; es cercanía de Dios que es amor, al que se le conoce cuando se ama a los demás, con amor preferencial por los más pobres y despreciados: como Él.
De estos signos, que, además, todos entienden, sobre todo los sencillos, necesita la humanidad de hoy. Ahí se muestra y comprueba cómo el Evangelio vivo, el Evangelio de la caridad, Jesucristo, es creíble, porque es la única esperanza, el verdadero amor y la fuente de alegría para todos, que hace nacer amor y llenar de alegría: a los que pasan hambre, los pobres, los encarcelados, los desterrados, los refugiados, los enfermos, los excluidos, los que carecen de cobijo, los desnudos y despojados, los perseguidos por su fe y la defensa de la justicia, los inocentes no nacidos amenazados de muerte en el seno materno..., en definitiva, los más pobres, que son los predilectos de Dios. Él es Dios con los hombres y para los hombres: es Amor. Teresa de Calcuta nos recuerda que nuestra vocación de hombres es ir por toda la tierra y abrazar los corazones de los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios que vino a traer fuego al mundo para inflamarle con su amor. Ella es un gran signo por el que se conoce a Jesucristo y a sus discípulos: «En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros como yo os he amado». Verdadera enseña de la nueva humanidad hecha de hombres y Mujeres nuevos con la novedad del bautismo y de la vida conforme al Evangelio. Signo de Dios que es Amor, signo que ha de acompañar indefectiblemente una nueva evangelización, como en los primeros tiempos, para la renovación de la humanidad.
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