Casa Real

«Pactisme»

Duelen profundamente las imágenes con maltratadores haciéndose dueños de las calles para convertirlas en meros despojos. El «catalanismo» como forma esencial de la conducta está siendo barrido. Y con ello se brinda una norma de conducta en modo alguno recomendable

La Razón
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Es mucho lo que Cataluña y el conjunto de España se deben recíprocamente aunque ahora prefieran olvidarlo las corrientes que retornan al mero localismo creyendo incluso que con él van a obtener ganancias. Deberían poner más atención esos políticos a la Historia: si los otros protagonistas peninsulares no hubieran acudido al rescate en las tres grandes crisis de 1460, 1643 y 1716, es casi seguro que Cataluña no hubiera conseguido remontarlas. En cambio se consiguió dar la gran vuelta haciendo de Barcelona una especie de cúspide en la economía y en muchos de los aspectos culturales. Duelen profundamente las imágenes con maltratadores haciéndose dueños de las calles para convertirlas en meros despojos. El «catalanismo» como forma esencial de la conducta está siendo barrido. Y con ello se brinda una norma de conducta en modo alguno recomendable.

Cataluña consiguió alcanzar en los siglos XIII y XIV un panel directivo. La sociedad europea estaba remontando los arcaísmos de una era feudal que había conseguido proporcionarle dos cosas: defensa frente a contundentes enemigos exteriores y supresión definitiva de la servidumbre para entrar en la generalización del vasallaje que significa juramento en libertad. No equivocamos al identificar remensa con siervo. La «redimença» afectaba a la tierra . Y el payés podía abandonarla si quería. Solo que no quería: de ella dependía su existencia y si la abandonaba –como ahora pretenden los partidarios del libre empleo–, se vería condenado a una pobreza. Fueron Fernando e Isabel meditando en el silencio profundo de Guadalupe los que lograron la solución final haciendo del campesino dueño de la tierra mediante indemnización a los antiguos propietarios. Una revolución hacía la plena libertad que significan los derechos humanos naturales.

En todo el Oriente de la que ahora llamamos Europa sobrevivirían formas variadas de servidumbre. Cataluña había encendido la primera luz: es inútil hablar de libertad cuando faltan los medios de vida. Ahora hemos retornado con engaños a la vieja situación: cuando el ser humano es privado de sus medios de vida y de los instrumentos necesarios para sostenerla, la libertad se convierte en simple pluma llevada por el viento o se la reduce a hacer lo que a cada quien le da la gana. No es extraño que en el campo político también Cataluña se situara en vanguardia descubriendo la relación política que llamo «pactisme». No hace falta traducir la palabra; la entendemos muy bien. De ella podemos y debemos aprender mucho. La vida política nos transmitió la siguiente enseñanza que ahora cobra dimensiones nuevas. Una Monarquía puede estar formada por una suma de reinos, pero insistiendo en que la unidad es siempre superior a la singularidad, sin que deba prescindirse de ésta, ya que significa aportaciones consuetudinarias muy valiosas. Lección que Europa debería haber aprendido ya aunque trabaja positivamente en ella. Por encima de todo estaba el enunciado de los valores morales sin los que las estructuras políticas se derrumbaran, pues sólo en ellos se cimienta la persona humana. Y así pudo España llevar a América con el caballo también el padrenuestro que revela que los indígenas del nuevo mundo eran tan seres humanos como los súbditos de cualquier otro componente de la plural Monarquía. Quinientos millones de personas hablan español. Por favor, dejemos de llamarlo castellano; todos hemos contribuido a formar esa lengua.

Al construirse esa Monarquía, Cataluña hizo una importante comprobación. En ella se dan dos protagonistas: de un lado el poder que corresponde a la Corona y del otro la soberanía que pertenece al reino en cuanto comunidad política. Ninguno de ambos opera con independencia, sino que se encuentra sujeto a los fueros, usos y costumbres heredados y que no pueden ser tergiversados ni torcidos. Al referirse a ellos se les calificaba de libertades y en algunos documentos aparecen referencias al modo de estar «constituidos». Es lo que Jovellanos supo explicar en 1810 con excepcional claridad. La Monarquía española está «constituida». Puede necesitar mejoras en el transcurso del tiempo, pero no necesita un nuevo implante revolucionario. Sin expresarse con la misma claridad los que en 1976 emprendieron la tarea de sintetizar una gran ley fundamental estaban operando dentro de los mismos principios.

Pero Cataluña había hecho una aportación todavía más decisiva que los demás reinos peninsulares acogieron. Entre rey y reino existe un acuerdo (es preferible decir pacto) mediante el cual los dos protagonistas reconocían una de las dimensiones esenciales de la libertad. Pues ésta depende «para mí» de que los demás cumplan sus deberes para conmigo. El pacto cobraba realidad mediante juramento recíproco. De ahí que el vínculo familiar proporcionase al futuro rey legitimidad de origen, como hoy el voto lo otorga a los partidos, pero la legitimidad de ejercicio sólo comenzaba y comienza cuando se intercambia el recíproco juramento. Indispensable el papel de las Cortes. Por eso el momento clave de la Transición debe colocarse en aquel día de julio de 1969 en que Juan Carlos I juró y fue jurado. De este modo se hacía posible la renovación posterior. Y esto es precisamente el «pactisme».

Cuando el señor Puigdemont y lo que tras sus sombras se amparan rechazan el juramento que ellos mismos prestaran están rompiendo uno de los valores máximos y más fecundos de la catalanidad. El juramento significa precisamente que quienes lo pronuncian están dotados de plena libertad. Ahí estaba el primero de los valores de aquel cambio que muchos han considerado ejemplar. Pero si se incumple alegando su decisión arbitraria de prescindir de la vigente Constitución, se entra en las vías de la ilegitimidad. Deberíamos poner más atención sobre aquella Cataluña vital del siglo XV ante la que también Europa debe hacer signos de agradecimiento. No nos engañemos: los incendiarios de Barcelona destruyen algo más valioso que edificios o vehículos. Acaban con la verdadera libertad retornando a los abusos del despotismo.