Joaquín Marco
Parada y fonda
Al soberanismo catalán le queda un largo trecho y no deberíamos permanecer absortos y adormecidos. Todos esperamos el regreso al oasis, el restablecimiento de las instituciones
Auguran que el futuro del automóvil consiste en que acabará llevándonos donde precisemos sin tener que operar en la máquina gracias a una mera indicación verbal. Algo así como el taxi en la puerta, aunque sin conductor. Desaparecerán los chóferes y liberaremos dentro de lo posible la ciudad de una de sus contaminaciones. Recuerdo cómo mi padre relataba sus viajes en una lenta tartana, un carromato de transporte para distancias cortas tirado por mulos; para las largas, estaba ya la diligencia. Era a comienzos del pasado siglo cuando la fórmula «Parada y fonda» mantenía su sentido literal. Algunos partidos políticos de nuestros días deberían aplicárselo, detenerse y alimentarse ideológicamente y meditar hasta reanudar el viaje o programa propuesto. Los hay que están realizando –o así lo dicen– la reflexión sin bajarse del carruaje con el riesgo de pegarse, según anticipan encuestas puntuales, buenos trompazos. Hemos avanzado mucho en términos de velocidad por tierra, mar y aire, aunque olvidemos una conveniente puesta a punto. Antes de que el pasado lunes por la mañana la antigua Convergencia de Cataluña viera confirmado lo que ya sabía y era de esperar, su portavoz, perdón, el del de PDeCAT, Artur Mas daba cuenta de que los desmanes del Palau correspondían a otra época y hasta a otro partido que casualmente coincide en militantes y dirigentes con la ya extinta Convergencia. Pero todo puede resolverse con un mero cambio de nombre, pasar página y recurrir al Tribunal Supremo, donde se demorará cualquier actuación por largo tiempo. Tan sólo transcurrieron ocho años desde que se iniciaran las actuaciones sobre el calificado como «saqueo del Palau». Pero CDC correrá con los gastos, si es que todavía resta algo en sus bolsas. El problema catalán permanece ahí, granítico como un dinosaurio, y a su vera la sombra alargada del 155, que amenaza el futuro de un huidizo Puigdemont en la capital de los belgas y de la Unión Europea.
Hacia ella tiende sus brazos quien se considera exiliado, pero con la movilidad que le permite acceder a cualquier otro país de difíciles extradiciones, porque dispone de pasaporte en regla, salvo a España, donde podría ser detenido y encarcelado. Su promesa fue hacerlo tras recobrar su condición de President de la Generalitat. De no ser así su martirio resultaría escasamente noticiable. Y Puigdemont maneja con efectividad redes y medios. Según estaba previsto, a las rebajas de enero, las subidas de precios y el incremento del 0,25 de las pensiones hay que añadir como propina el retorno de las interminables vistas de la corrupción política en los juzgados. Una y otra vez los personajes aparecen en los medios y durante años sus avatares judiciales se alargan y multiplican, así como los aspavientos de los comentaristas. Pero a la cansina marcha de los partidos (campo semántico de parte) tal vez le hubiera venido bien aprovechar el reposo, lo que en la terminología ad hoc se entiende como autocrítica, que no parece adecuarse a nuestros dirigentes. Apuntaba bien el escarmentado y huidizo Felipe González aludiendo a la ausencia de España en el actual panorama internacional. La exagerada difusión de la inútil violencia del 1-O, que ocupó las portadas de los medios mundiales, tampoco va a facilitarla. Y las exageradas vacaciones de las Cámaras no han servido para tan necesarias reflexiones. Bien es verdad que la mayor parte de los dirigentes políticos han lanzado su buena disposición para cambiar alguna cosa, como acostumbra a decir Mariano Rajoy. Pero nadie se atreve a hincarle el diente a los temas fundamentales: reforma de las pensiones públicas, reforma electoral, territorialidad, supresión de un inoperante Senado, elaboración de una sensata Ley de Enseñanza y otras ausencias que silencio.
Este tiempo malamente perdido, el de parada y fonda, que tanto podría dar de sí, si dispusiéramos de una clase política menos atenta al cortoplacismo y más propicia a los entendimientos con los adversarios, se ha desaprovechado, atenta a cómo se ha constituido la previsible mesa del Parlament o cómo ha jurado el prófugo, anterior y nuevamente propuesto President de la Generalitat, todavía Molt Honorable. Atentos a la lenta evolución de los procesos de corrupción política, se han echado los oportunos balones fuera para que los empresarios que participaron en el carnaval de las rapiñas ni siquiera fueran salpicados, porque cualquier negocio es buen negocio. Mariano José de Larra, de quien tanto deberíamos aprender, apuntaba que «escribir en España es llorar». El desmelénense de tantos comentaristas que intentan descifrar el futuro en la arena hubiera debido convertirse en ríos de llanto de nuestra minoría social dirigente. Pero la España de Larra ya no es la nuestra. Ni siquiera la de nuestros padres, ni los jóvenes –pese a la bonanza económica que, según dicen, estamos atravesando- se merecen la herencia que les estamos legando. Esta política rampante, a ras de suelo, no es la que conviene. Hubiéramos podido avanzar a saltos en una Europa que no sabe tentarse la ropa y avanza a pasitos entre el júbilo de la extrema derecha. Estamos perdiendo –y habría que advertirlo– oportunidades que otros países supieron aprovechar mejor a lo largo de su historia, en tanto que aquí nos desangrábamos. Ahora, con el carruaje detenido, tras una escapada, hemos hecho falsa parada y fonda. Y estamos encantados de habernos conocido, porque el complejo adversario descansa en nosotros mismos. Al soberanismo catalán le queda un largo trecho y no deberíamos permanecer absortos y adormecidos. Todos esperamos el regreso al oasis, el restablecimiento de las instituciones.
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