José Jiménez Lozano

Primero lo primero

La Razón
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Parece que algo muy claro debe sobrevolar sobre las diversas consultas para llegar a un acuerdo de investidura y gobierno para que no haga pensar en una feria de tratantes en que puede convertirse del todo la política, si no tiene un aliento de ideal moral en toda su dimensión. Y, si hemos entendido bien los españoles del común, de lo que se trata en estos momentos, es de algo único y necesario para España y los españoles, que está por encima de cualquiera otra clase de intereses y, desde luego, de intereses de partido, que siempre deberían ser secundarios si se quiere evitar convertir a los partidos en banderías de señores medievales.

Y parece obvio entonces que en medio de cualquier circunstancia publica los partidos que están dentro de la Constitución –ya que fuera de ella se supone por principio de concepto que no puede haber ninguno– distinguen perfectamente el bien común, que es indiscutiblemente el mismo para todos los españoles, y los medios para su consecución que es cuestión opinable; y este distingo hace que se plantee el hecho de que el bien común no debe ni puede ocurrir que el bien común sea fruto de acuerdos.

Pero este «no debe ni puede», que está sin duda claro en toda Europa, no lo está en España donde ni siquiera se acepta el concepto de nación, o se discute sobre si la enseñanza debe enseñar o el Estado puede tener pretensiones totalitarias sobre ella. En sociedades normales no ocurre esto, no hay nada esencial que se discuta, y eso mismo es lo que hace que una Constitución sea algo serio, y se llegue cotidianamente a acuerdos esenciales y necesarios, pero esto en nuestro país no es normal. Y se da hasta el caso de que la gran cantidad de filósofos, que entre nosotros ha producido siempre la política, haga una hermenéutica o interpretación del mismo texto Constitucional hasta conseguir las mayores contradicciones y el clamor permanente de reformas a medida de esas lecturas, o pidiendo el cambio de la Constitución entera por la que lo menos que puede decirse es que se siente poco respeto, como por el Derecho en general, porque cada individuo o grupo de individuos se sienten soberanos, deciden que lo son, y Constitución y Derecho, les parecen instrumentos políticos, en último término.

¿Qué significa, entonces, «entenderse» entre nosotros? En otras democracias, los demócratas han borrado hace mucho tiempo esa parte del concepto de democracia que era ideológica en las democracias no anglosajonas –por ejemplo doctrinariamente anti-monárquicas y anti-católicas– y que constituía «in nuce» un totalitarismo del pensar, según Leszek Kolakowsky –y han quedado abiertas a tener un pensamiento fundamental común muy fuerte, y variaciones muy adjetivas de partido a partido, entre los que se establece la lucha reglada por el poder. Por eso caben las alianzas, las concesiones, la lucha entre caballeros, y la celebración de la unidad del interés común y de la tradición nacional, que nunca fue unitaria ni lo puede ser.

¿Sabemos realmente lo que es la libertad? Si lo supiéramos, no andaríamos con argucias de cofradía, para defender interés o ideología, como antaño si iba primero el señor alcalde con su soberanía o el señor presidente de la inquisición con la suya. Un pleito de cuarenta años hubo, en el XVIII, en Llerena, por algo similar; es decir, por lo que entre nosotros se llama dar o no dar el brazo a torcer, como si hubiera que torcer brazos ni ninguna otra cosa, o tener o no tener razón como si la razón pudiera ser propiedad de alguien.

Estamos, sin duda, lejos de una escrupulosa civilidad, y nos faltaría bastante trecho para llegar a la práctica del juego democrático, que no sea la imagen de un sistemático y predecible altercado. Y, antes de meternos en más dibujos, a lo mejor tendríamos que preguntarnos por estas cosas tan elementales, y por qué es aquí tan imposible el tranquilo acuerdo de opuestos hasta para evitar un mal común.