Historia

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Recondando a Carlomagno

La Razón
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No cabe duda: Europa está amenazada en su existencia. Aquella tranquilizante fórmula que en los años 50 del pasado siglo parecía haber superado definitivamente un largo tiempo de guerras europeas se siente ahora amenazada y a punto de romperse. Tienen razón el presidente Hollande y la señora Merkel cuando dan la voz de alarma ante los desconciertos que nacen de una inmigración que esconde o provoca rupturas de fondo. Pero olvidan quizás la responsabilidad que a sus propios países incumbe ya que modificaron una de las trayectorias esenciales haciendo de la UE un mercado común y poco más. El mercado es un medio importante –casi podríamos decir imprescindible–, pero puesto al servicio de una manera de ser. Y fue en el siglo VIII, y curiosamente desde Inglaterra, cuando Beda, apodado venerable, empleó por primera vez ese nombre para definir la nueva sociedad (universitas) que se estaba constituyendo como consecuencia de la desaparición del Imperio romano y la maduración de un cristianismo que no renunciaba tampoco a los valores del judaísmo y del helenismo que eran su raíz.

La UE ha escogido el nombre de Carlomagno para calificar el máximo honor que otorga. Es significativo que Francisco I haya recibido esa condecoración. Con ella se demuestra que aún pervive el valor esencial de considerar al ser humano la condición de una persona dotada de valores muy precisos en los que destacan el libre albedrío y la capacidad racional para el conocimiento. Por un breve tiempo aquel monarca francés al que en los documentos se le califica de «emperador de Europa» pareció haber encontrado la fórmula de salvación que fue precisamente la que en 1947 Adenauer, De Gasperi y Schumann invocaron para que, dejando de considerarse latinos o germanos, se convirtieran todos en «europenses». Una prueba del acierto del acto de la Navidad del 800 es que Europa llegaría a ser la primera en el rango de las culturas y demostraría su capacidad para crear otras nuevas en el universo mundo. Con errores claro está a veces serios, pero que las gentes de mi generación creíamos posible superar. Pues bien, ahora las cosas parecen haber cambiado.

Inglaterra se va. Muchos países – especialmente el nuestro– sufren fenómenos de ruptura interna y de damnificación de las condiciones de la persona, e incluso Francia y Alemania, que parecen tener el ejercicio supremo de esa «europeidad», se ven afectadas porque del rigor profundo de sus tumbas resurgen los nacionalismos con matices extremos. España lleva prácticamente un año con un gobierno provisional. Italia parece haber olvidado su pasado y otros miembros de la Unión se presentan a sí mismos relajados a una posición intermedia. Digámoslo de otro modo: Europa está perdiendo u olvidando aquella condición que los cronistas de Carlomagno contemplaban con esperanza.

Los españoles debemos mostrarnos humildes reconociendo la responsabilidad que nos incumbe en esta hora difícil. Pero también nos incumbe otra que nos empeñamos en olvidar. Uno de nuestros principales defectos se encuentra precisamente en esa tendencia al negativismo que ha llegado al expresivo extremo de la curiosa frase: «Si alguien habla mal de España, es español». La Leyenda Negra que contiene falsedades en un número que supera absolutamente a sus aciertos ha llegado a esos límites injustos precisamente de manos de los españoles. El P. Las Casas no fue maltratado ni perseguido a pesar de la exageración en que incurría en sus denuncias. Al contrario: pudo contar con todo el apoyo de la Monarquía y de los Consejos. Designado obispo de Chiapas, fue él mismo quien reconoció su incapacidad para resolver los problemas y tiró la toalla. Otros no lo hicieron y gastaron su vida en conseguir un mundo nuevo en que genocidio y esclavitud fueron barridos como nubes llevadas por el viento. Y así nació ese mundo nuevo que un día, al salir de misa en un poblado de Nuevo Méjico, me recordaba con emoción un indio apache al enterarse de que yo venía de España.

Es indudablemente la hora en que España debe recuperar su identidad, la de Raimundo Lullio, a quien Miguel Batllori consideraba y con acierto que era el creador del primer Renacimiento. Cataluña no debe olvidar su persona. Nacido en Mallorca de una familia de catalanes, usando la lengua catalana aunque prefería vivir fuera del Principado, él defendió el verdadero retorno a la europeidad reconociendo los valores jurídicos y racionales de la persona humana. No están lejos de nosotros Unamuno u Ortega o Marañón y Maeztu, que defendieron la hispanidad tratando de mantenerse al margen de los compromisos políticos. Es precisamente la política la que necesita un reajuste en nuestros días: servir a la ciudadanía y no servirse de ella. Escapar a las garras del totalitarismo plural que en muchos aspectos parece más peligroso que el monolítico. Muy difícil desde luego.

Vivimos dentro del clima de nuevas elecciones primero en las taifas (perdón, me he confundido como medievalista al pensar en las comunidades autónomas) y luego en la propia nación hispánica. Un papel en una urna con una lista inmodificable de candidatos previamente designados dentro de una élite. Y esto nos hace olvidar algo que deberíamos tener presente: antes que españoles o catalanes o asturianos somos europeos. Si los nacionalismos unitarios o plurales resucitan, el papel de la europeidad se habrá ido al traste. Y aquí está la clave de todo. El proyecto de Carlomagno no era un sueño, sino una profunda y verdadera realidad que necesitaba esfuerzos y trabajos y que finalmente fue traicionado por quienes opusieron al «lullismo» el nominalismo voluntarista que llevaron a las ideologías que arruinaron finalmente a Europa, llevándola al más cruel de los siglos.

Aún hay tiempo para la rectificación. Cada día Francisco I nos lo recuerda. El catolicismo ha dado el primer paso decisivo buscando la vía del entendimiento con las otras religiones. Antes de que se generalizase el nombre de Europa se empleaba el de «universitas christiana». A esos cimientos debemos retornar escapando de las tentaciones del materialismo. Sé que ésta es una idea que muchos no comparten. Pero es precisamente la que permite que mantengamos el diálogo. Hay que reconocer lo que de bueno se asiente en las distintas opciones que a la persona humana se ofrecen.