Francisco Nieva

Sarita arremangada

Yo comencé en el cine como ayudante y aprendiz de Enrique Alarcón, el histórico decorador de tantas producciones españolas, incluidas las últimas de Luis Buñuel. Manchego como yo y como Sara Montiel, con la cual sólo me crucé en los estudios de CIFESA cuando interpretaba un papel de reparto en «Locura de amor». Sarita se fue a Méjico enseguida y tan sólo la volví a ver cuando ya era famosa y viuda de Anthony Mann. Y esto fue en casa de Ginés Liébana, recóndito e interesantísimo pintor, muy ligado al grupo Cántico de Córdoba. Ginés y yo habíamos trabajado como ilustradores gráficos en periódicos como «La estafeta literaria», «El Español» y «Fantasía». Pero, a la sazón, ya habíamos vivido lo que no se puede ni contar. Yo me había dado a conocer en España con la escenografía de «El rey se muere», de Ionesco, de quien pronto me gané su confianza y se convirtió en mi maestro.

Ginés Liébana ha sido un asombroso relaciones públicas, que reunía en su casa a una caterva de famosos, cuya lista sería interminable. Todos gente de viso y satisfecha de sí misma. Era un tanto raro lo que allí sucedía. Artistas, escritores, cantantes, duquesas y princesas aportábamos vituallas y delikatessen para degustar en cuchipanda parnasiana. Entre pares de lo más impar entre sí. Aunque también merodeaba por allí Antonio D. Olano –periodista del corazón–, nadie se sentía en peligro –como hubiera sucedido ahora– de ser arrastrados por el fango mediático y televisivo, que pone en funcionamiento a una buena parte de la Judicatura.

Pero, ¡qué fastuoso follón! Lo mismo María Antonia que yo seguíamos muy apegados a todo lo manchego, después de tanto baqueteo biográfico y profesional. A las gachas, a las migas, a los huevos fritos con torreznos, que tanto supieron apreciar Gary Cooper y Burt Lancaster de la mano de María Antonia. Ésta nos dijo un día: - «He traído sardinas abiertas, sin raspa, para freírlas con camiseta». Ella, una encumbrada Hohenlohe y yo nos pusimos a rebozar sardinas para la populosa asistencia. La diva se encontraba a sus anchas, le daba consejos a la princesa y todos reíamos como felices cocinillas, liberados de nosotros mismos. La relación con nuestro anfitrión era muy confiada y cordial. Algo nos unía, desde luego, pero nos separaban mundos distintos en el terreno profesional. Cada uno de su padre y su madre; pero, entonces, inefablemente ligados por el aceite frito. A pesar de lo cual, tanta cercanía con María Antonia nos abocaba a trabajar juntos en algo. Y este algo fue la película «Esa mujer», dirigida por Mario Camus y con guión de Antonio Gala, otro que también formada parte de la cuadrilla, definida por Liébana como la piara.

María Antonia se sentía –y con toda razón– un producto hispano de Holly-wood, y creía devotamente en sus leyes estéticas, de producción y oferta publicitaria de los divos, como se cree en la Virgen de Lourdes. Lo que se les consentía y lo que no. Y la Montiel no era menos que la Dietrich, la Crawford o la Davis, dueñas absolutas de su imagen: - «En mi cara y mi cuerpo sólo mando yo». Los directores artísticos sabían a qué atenerse y no podían pasar por otro punto que transigir. ¡Peligro!

Estaba yo muy imbuido de cultura teatral europea, profundo admirador de Visconti y de Zeffirelli, al lado de quienes trabajé en dos temporadas del teatro Massimo de Palermo. Los bocetos de Franco Zeffirelli, enmarcados y repartidos por los pasillos del teatro, me fascinaban y pretendía imitarlo, obrar como él, un florentino refinadísimo y modélico para mí, como la Dietrich para María Antonia. Ignoro cuánto les hizo cambiar de criterio a Camus y a Gala, pero yo me defendía como un cruzado, a caballo de la pedantería. - «¿Qué pasa? ¿Tampoco te gusta este traje?» - «Ni pizca. ¿Es que no se te ocurre algo más sexy?»

- «Me temo que no».

- «Parece mentira que no me conozcas. Jamás accederé a vestirme así».

- «Pues aquí lo dejamos. Me rindo. Lo siento en el alma. Pero yo nunca me olvidaré de tus sardinas con camiseta, cariño». - «De acuerdo, cielo. Démonos un beso de hermanos».

Ahora que María Antonia ha muerto, sólo recuerdo aquella otra, tan graciosa como una Aldonza arremangada y servicial, tan sencilla, tan luminosa, como en un enternecedor e íntimo Limbo, a salvo de su fama.