Antonio Cañizares
Sigue la crisis honda
Se sigue hablando de crisis económica, incluso hay quien vaticina otra crisis económica en el horizonte. No seré yo quien asevere la verdad de tal afirmación. Lo que sí digo es que seguimos inmersos en una crisis honda, humana, de las que la económica es un reflejo visible. Para esta crisis humana, a mi entender, no se están tomando mancomunadamente las medidas requeribles y posibles, ni se adoptan las respuestas que debieran ser prioritarias en estos momentos; es más, creo personalmente que esa crisis humana honda no se la considera ni se la valora suficientemente como tal.
Me refiero concretamente, por supuesto, a la crisis de sentido de la vida, crisis humana, moral y de valores universales, crisis espiritual y social, crisis en los matrimonios y en las familias sacudidas en su verdad más auténtica, crisis de sentido y del sentido de la verdad –se habla de una etapa de la pos verdad–, crisis en la educación y en las instituciones educativas, derrumbe de principios sólidos, confusión de conceptos y de los derechos humanos fundamentales no creados por el hombre, relativismo moral y gnoseológico, nihilismo y vacío, disfrute a toda costa y predominio del tener y del bienestar sobre el ser, falta de esperanza, libertades sin norte y pérdida de la verdadera libertad, laicismo ideológico, pérdida u opacidad del sentido de trascendencia, etc. Todo ello, en su conjunto, está quebrando nuestra sociedad y el verdadero sentido del hombre.
Se está imponiendo o se ha impuesto una nueva cultura, un proyecto de humanidad que comporta una visión antropológica radical que cambia la visión que nos da identidad y nos configura como pueblo, y hasta como continente, me atrevo a decir: la identidad recibida de nuestros antecesores en nuestra historia común. En el fondo detrás de todo ello estimo está la pérdida grave o el oscurecimiento espeso del sentido de la persona y de su dignidad. y añado más: detrás se encuentra la ofuscación, reducción e incluso abandono de la referencia del sentido de la trascendencia, de Dios, y de la razón natural, o más precisamente aún, el abandono y el olvido de Dios, que es olvido y negación del hombre, aunque no se quiera reconocer así.
Todo esto conduce y nos está haciendo padecer una verdadera situación patológica. Sé que me van a criticar –¿qué importa?–, pero nuestra sociedad está enferma, muy enferma y no podemos ocultarlo; y hay que decirlo, aunque resulte políticamente incorrecto decirlo o se me tilde de pesimista, de profeta de calamidades. Habría que estar ciego para no ver lo que nos pasa, para negarlo porque tal vez se ha perdido capacidad para reconocerlo o para afirmar lo contrario. Estamos padeciendo una verdadera enfermedad, manifestada en diversos frentes, en nuestra sociedad, cuyo gran desafío, o, mejor, grandes y nuevos desafíos se resumen en su sanación urgente, si es que de verdad estamos dispuestos a superar lo que nos aqueja.
Hago mío una vez más enteramente el lúcido y certero pensamiento del Papa Benedicto XVI expresado ante la Asamblea general de las Naciones Unidas en abril de 2008; decía: «Cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar un «terreno común» minimalista en los contenidos y débil en su efectividad». No bastan, cierto, planteamientos pragmáticos de muy cortas miras y carentes de horizontes sobran estériles pragmatismos: la persona humana y su dignidad, base del bien común asentado en el reconocimiento real efectivo de los derechos humanos universales, son el fundamento que hemos de contemplar y poner en toda su consistencia, si queremos hallar el camino sanante y constructivo a seguir.
Es fundamental y urgente un compromiso común en poner a la persona humana y su dignidad inviolable e inmanipulable en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerar la persona humana y su verdad esencial para el mundo de la cultura, de la religión de la ciencia, de la política, de las relaciones humanas. Sobre esta base, amplia base, cuyo ámbito no se puede restringir, y sin ceder a una concepción relativista, habría que caminar y edificar para alcanzar y gozar de un futuro nuevo y esperanzador, una cultura y una civilización nuevas, que entre todos hemos de configurar.
La vasta variedad de opiniones y puntos de vista no puede ni debe oscurecer el valor común y universal de la persona humana y su dignidad, que es la gran dirección que la comunidad humana, y la nuestra en España, ha de seguir: lo que es capaz de aunarnos a todos y sanar la patología que gravemente nos tiene atrapados y postrados. Sin olvidar nunca que esto entraña la necesaria referencia a los derechos humanos que son universales, como también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos. Son muchas y muy sutiles las formas de obviar, dificultar o impedir la realización de estos derechos y la persona humana que la cultura dominante y los poderes imperantes tienen, pero que no son la última ni vencedora palabra y que, por lo demás, estamos llamados a cambiar y transformar.
Entre todos es necesario y posible hacerlo; es posible y necesario proteger y defender la dignidad de la persona humana, y no verse atrapados por la satisfacción de meros intereses, con frecuencia particulares. No es suficiente una sociedad del «bienestar», es necesario una sociedad del «bien ser», que se edifique sobre ese «bien ser»: lo bueno, lo verdadero, lo bello, una sociedad hecha de hombres nuevos con la consistencia que le da su ser más propio. Esto exige un esfuerzo común educativo y la adopción de medidas sociales concretas y de estrategias mancomunadas pertinentes que posibiliten y garanticen el logro de tal protección y defensa de la persona humana, de su verdad y dignidad.
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