Luis Suárez

Unidad en la diversidad

La Unión Europea, suprimiendo siglos de dolor y de sangre, se presenta a sí misma con esas dos dimensiones, unidad y diversidad. Hay que superar las deficiencias. La unidad debe ser reforzada ya que se encuentra en sus comienzos.

La Razón
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En uno de sus recientes discursos, nuestro Rey se ha referido a España con dos palabras complementarias: diversidad y unidad. Para los historiadores esto constituye una muy acertada definición, la cual conviene explicar con más detalle para que pueda entenderse. España, cuya raíz onomástica desconocemos, recibió este nombre de Roma, cuando la reconoció como nación (diócesis) ya a finales del siglo III. Los monarcas visigodos que se instalaron en Toledo, por ser punto central, presumían de que este reino les había sido transmitido legalmente el año 418. Y de ahí salieron esos dos vínculos de unidad, la lengua latina y el derecho romano, que reconoce en todos los súbditos la condición de ciudadanos garantizando su unidad. Dos puntos que ahora algunos, erróneamente, cuestionan cuando llaman castellana a la lengua española, y rechazan o desobedecen las leyes constitucionales.

Pero esa España se perdió el 711 y los que a sí mismos se calificaban de hispanos tuvieron que reconstruirla. Surgieron núcleos eficaces de resistencia; la variedad resultaba ventajosa ya que impedía que volviera a plantearse el destino en una sola batalla. Y así se fueron forjando las regiones que se afirmaban a sí mismas por la eficacia en alcanzar el bien común. La meta llegó en el siglo XIII cuando al-Andalus quedó incorporado a la Corona de Castilla, incluyendo el territorio granadino, que era un vasallaje aunque invocase a veces una independencia que sólo podía conseguir entregándose a los poderes africanos. Hispania se definía a sí misma como una nación, y cada uno de sus componentes, ahora reinos o principados por medio de la administración, se proclamaban a sí mismos, como lo hará especialmente Cataluña, «la millor térra de Yspania».

El monarca que escogió para sí mismo estas palabras, Pedro IV, que en Barcelona fijaba su principal residencia, fue también el que lanzó la idea de que había que restablecer la unidad como forma política superior. Y en 1344 promulgó un ordenamiento que podemos considerar como primera Constitución. En su diversidad las regiones debían administrarse, ya que sus usos y costumbres garantizaban la libertad. Pero la soberanía correspondía a la monarquía, definida ahora con la palabra catalana pactismo: entre rey y reino existe un compromiso que ambas partes libremente juran, de obedecer y hacer cumplir las leyes. Cuando en 1410 se produjo un vacío en la sucesión por muerte de Martin el Humano, fue curiosamente la Generalidad quien tomó la iniciativa: había que buscar un nuevo rey. Pero lo importante no estaba en la persona sino en el mantenimiento de la unidad. Para Cataluña era cuestión de vida o muerte. Y así aceptaron a Fernando I, nacido en Castilla, aunque no era el candidato que propusieran.

Las leyes constitucionales de Pedro IV habían sido instauradas en Castilla. Juan I, casado con una hija de Pedro IV, pidió a éste una copia que sirvió para emitir los Ordenamientos en Cortes. Cuando Isabel y Fernando firmaron su contrato matrimonial –una vez más en tierras catalanas– pensaban en incorporar a la nueva monarquía todos los reinos peninsulares. En 1516 se cerró precisamente la etapa con la adhesión de Navarra, que conservaba su condición de reino y su administración. Se había llegado, hace quinientos años, con Nebrija y Montalvo, a una restauración poderosa: si cada región podía ampararse en la diversidad de sus usos, quedaba absolutamente integrada en esa unidad que iba a causar grandes beneficios en Europa y América y, especialmente en todos y cada uno de los elementos que la formaban.

Esta unidad en la pluralidad pasó a ser, ayudada por los valores del catolicismo, apelativo que recibieron sus reyes por la defensa de la persona humana, un vínculo de libertad. Se prohibió la esclavitud y se borraron las últimas huellas de la servidumbre. Fueron prontos superados los abusos que los primeros exploradores cometieran en el nuevo Continente. Los intentos de separación que algunos grupos políticos preconizaban permitieron entonces comprobar los daños que de ellos se derivaban. No era posible evitar que las opiniones también se dividiesen: en el siglo XIX, cuando España presta a Europa los dos mayores servicios, la victoria sobre Bonaparte y la Constitución de Cádiz de 1812, se llegará a un verdadero enfrentamiento entre quienes querían incrementar la unidad y quienes defendían la pluralidad. Esto es lo que da tanta importancia a la Constitución de 1977; colaborando en su elaboración todos los sectores políticos, España, que había vuelto a la monarquía, prescindiendo de su calificativo religioso, estaba demostrando a Europa el valor de su propio patrimonio. Afirmando la unidad en sus dimensiones culturales, jurídicas y políticas, proporcionaba a las regiones históricas un reconocimiento enriquecedor. ¿Hay algo mejor que sentirse a la vez asturiano y español? La respuesta, afirmativa, nos eleva a otro nivel que es el que ha marcado Felipe VI, con sus palabras y la presencia de las otras figuras clave; Merkel y Hollande: ser europeos. Aquí está el servicio que España puede y debe prestar con su ejemplo.

La Unión Europea, suprimiendo siglos de dolor y de sangre, se presenta a sí misma con esas dos dimensiones: unidad y diversidad. Hay que superar las deficiencias. La unidad debe ser reforzada, ya que se encuentra en sus comienzos. Y debe vigilarse con cuidado la tendencia a la diversidad excesiva como algunos políticos regionalistas nos proponen. El nacionalismo es retrógrado; nos invita simplemente a retornar al pasado. La unidad es necesaria precisamente en estos momentos en que Europa se siente amenazada por violencias que vienen del exterior. Deberíamos aprender de aquella lección que los Reyes Católicos y Carlos V intentaran. Un refuerzo de la unidad europea no perjudica las libertades de sus componentes, pero favorece abiertamente a sus miembros. He ahí el gran servicio que España debe prestar a Europa y que los nacionalismos prácticamente rechazan.