Joaquín Marco
Ya..
No existe hoy ejercicio más apasionante que observar el desarrollo de la política o antipolítica española, inmersa en sus crisis durante más de diez meses. No hay filme o serie televisiva que pueda competir, porque «Juego de Tronos», que tanto gusta a Pablo Iglesias, resulta una experiencia de aficionados, ya que no nos sentimos dentro de sus escenarios y en nada nos afecta. Hitchcock no inventó el «suspense», aunque lo trató con una maestría que el partidismo español supera y en cuyo ámbito cabe añadir, además, el mundillo catalán, con el Tribunal Constitucional de fondo y hasta la alcaldesa de Barcelona ilusionada, por si fuera poco, en formar nuevo partido. El proceso que Ada Colau ha seguido desde su protesta contra los desahucios hasta presidir una alcaldía multipartidista resulta en sí mismo admirable y se superará en este magma de la nueva política, vieja y usada, como fantasmas del pasado que recuperamos con nuevos hábitos. Pero si los dioses nos son propicios mañana vamos a tener investidura y hasta nuevo gobierno después, aunque parezca increíble. Durante la larga espera el presidente en funciones, Mariano Rajoy, sin mover una ceja, ha podido contemplar desde el palacio de La Moncloa cómo se desmoronaban los principales partidos que podían calificarse, más o menos, de oposición aunque lejos de convertirse en alternativa. El PP abrazó como un oso a Ciudadanos y hemos podido oír su crujir de huesos y el PSOE nos ha favorecido con una tragicomedia que ha desembocado en su fractura y ha hecho lo humanamente posible –y hasta algo más– para alcanzar una autodestrucción que el tiempo, que todo lo cura, tal vez remedie. La mayoría de sus barones y hasta la emprendedora baronesa andaluza, que mecía la cuna, han llegado más lejos de lo que se esperaba, pero la sonrisa de oreja a oreja que mostraba al salir, en su coche, el pasado domingo de la sede de Ferraz mostraba su satisfacción. No sé qué cara habría puesto el Pablo Iglesias verdadero, el de las barbas, ante tanta alegría, oxidado el lema de sus siglas.
Si Felipe González desterró el marxismo de las entrañas del PSOE y alejó una formación, UGT, hoy en paradero desconocido, el nuevo PSOE está dirigido, sin líder a la vista (salvo el error andaluz), por una comisión gestora que pretende prolongarse hasta configurar un Congreso ad hoc. Podemos, esta nueva formación que se debate entre asambleas y férreas consignas del siempre apasionado mitinero Pablo Iglesias y en debates tuiteros con Íñigo Errejón, ha contribuido, sin duda, al desmoronamiento del centenario paquidermo PSOE. Les ha faltado tiempo para declararse oposición parlamentaria al PP (suponemos que se mantendrá una oficial –la segunda fuerza más votada– a la que se añadirá otra más ruidosa y visible). El Gobierno contará no sólo con un líder que ha demostrado que quien resiste gana, sino también con los apoyos nada desdeñables de la señora Merkel en Alemania, no tan segura en sus dominios, y una Unión que observaba con horror la posibilidad de una Península Ibérica (no sólo Portugal) virando hacia una izquierda ideológicamente confusa. No conviene mencionar la atención con la que el invisible, aunque existente y poderoso Mercado, ha ido siguiendo un proceso que en el futuro habrá que estudiar como modélico: no hacer nada para que la seudoizquierda se divida y se hunda a sí misma. Esta posición aparentemente impávida puede calificarse como «marianismo» (aunque resulte habitual a lo largo de la historia) y convertirse en ejemplo o desastre para una Europa confusa con los migrantes y expectante ante el viraje hacia una extrema derecha que acecha en países de no escasa importancia. Podemos se ha convertido en una excepción en el ámbito europeo. Hasta ahora sus disensiones internas y territoriales han sido aplacadas por un presidencialismo digno de los mejores tiempos de las antes calificadas como democracias populares. Sin embargo, el partido adolescente envejece rápidamente. Convertidos en casta les resultará difícil contener tantas mareas a la vez, tanta juventud en paro.
Pero la carrera autodestructiva del PSOE ha sido casi perfecta. Con un método poco ejemplar acabaron con su secretario general. Desde la sombra, los conjurados se sirvieron de la rivalidad entre Susana Díaz, que confía en andalucear España, y la debilidad o ingenuidad de un Pedro Sánchez que pretendía convencer a los podemitas y neutralizar a los secesionistas. Derribado de su pedestal, los militantes y votantes que seguían en su no a Rajoy observaron cómo la burocracia del viejo partido, donde casi todo está previsto, le ofrecía el poder a Rajoy sin pedir nada a cambio, aterrorizada ante la posibilidad de terceras elecciones que habrían descabalgado también a Ciudadanos. La Comisión gestora sabe que no representa a las bases. Y éste es un gran problema de hoy y de futuro. Antiguos dirigentes tan lúcidos como Rodríguez Ibarra están pidiendo la ruptura con un PSC que se ha atrevido a disentir y recobrar la vieja idea de una Federación. Claro está que Josep Borrell, que ha prodigado su presencia en los medios, ha dado señales de sensatez, pero es catalán y, en consecuencia, de poco fiar. Al futuro del PSOE, sin líder a la vista (aunque se especule con un «tapado»), entregado a Rajoy sin condiciones, le espera de nuevo la travesía del desierto de la oposición, con un radicalismo izquierdista que pretende ocupar su espacio. Pero ya es ya.
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