Tribuna

Usted, yo, él, nosotros, vosotros, ellos. Todos asépticos

Pedro Sánchez, que sale a dar sermones con su manual de dogmas bajo el brazo, también se proclama profeta incuestionable

Usted, yo, él, nosotros, vosotros, ellos. Todos asépticos
Usted, yo, él, nosotros, vosotros, ellos. Todos asépticosRaúl

Asépticos y doctrinales, puritanos en la fe. Todos, inmaculados. Todos con razón. La parte inmaterial de nuestras vidas se ha convertido en un campo de discurso apremiante, donde la política, la ideología y el sentimiento están bajo una disección que no admite ningún fallo. Se impone una norma absoluta de asepsia; verdades incontrovertibles, posiciones inquebrantables, corrección sin debate, no hay conversación, sino el exterminio del matiz.

La vida pública se ha convertido en un lugar donde todos estamos en lo correcto, nadie se equivoca, todos juzgan, y quien duda no existe. En esta realidad, donde también la indignación es la moneda más circulada, el juicio se ha convertido en una máquina inflexible –no discrimina a nadie–. Nadie tiene la culpa porque cada uno de nosotros se considera inocente. Y estamos bien porque en realidad nos gusta la historia en la que la diferencia es un asalto a nuestra verdad. No es un capricho de un sector ideológico, sino una metodología que abarca todo el espectro político. Nadie se disculpa.

Un ejemplo cercano: el reciente «derrape» del presidente argentino Javier Milei. Fue una «emboscada» en la mismísima red de la que busca libertad, pero esta vez fue él quien cavó la trampa. Recibió lo que él llama un «cachetazo» (bofetón) en X, la plataforma que ha convertido en su megáfono personal, consecuencia de su sobreexcitación permanente. Irónicamente, la misma persona que aboga por destruir todas las regulaciones habría querido un buen muro regulatorio en ese momento, una mano invisible que lo protegiera de su propio «error» de cálculo. Para él, el mejor de todos. El futuro Nobel.

Y ahora, Milei llora solo –¿llora solo?–, sin disculpas, porque en este mundo sin dios no hay pecado más grande que confesar uno, porque en este mundo aséptico admitir un error es peor que cometerlo. Siempre es culpa de otro, del sistema/máquina/conspiración/enemigo/casta. La ironía es que el anarquista económico no puede tolerar el caos cuando lo toca. Lógica en que las personas asépticas comulgan en los extremos.

En su propia red, Donald Trump acaba de consagrar su destino napoleónico: «Aquel que salva al país no infringe ninguna ley», parafrasea el republicano para justificar sus impactantes decisiones y asepsia. Su batalla contra las reglas tiene un socio dispuesto, Elon Musk, que emite veredictos y señala a jueces criminales cuando no sintonizan. Ambos componen una épica donde la ley es un impedimento: constructivo cuando los glorifica, desechable cuando los frustra. Y en el espacio del absoluto donde sólo puede existir su interpretación, donde todas las demás interpretaciones son simplemente hechos y, por tanto, nulas, la democracia se mide a su antojo. Si el discurso sagrado se corrompe, las verdades absolutas se deshacen, entonces no hay democracia, hay una conspiración.

Detrás de esta moral a medida, hay algo que puede volverse aterrador. Ya no hay filtros. Tampoco contenedores que domesticaban desbordes. La actual versión de Trump se rodea de dóciles amplificadores: asesores, secretarios del gabinete, senadores y miembros de la Cámara de Representantes que viven con miedo a su ira o a ser atacados por multitudes en línea desatadas por su ejecutor, Elon Musk, si se salen del guion. Nadie se atreverá a cuestionar esta corrección: un ecosistema impoluto donde la realidad se plancha al gusto del líder, la disidencia se esteriliza y la única verdad posible es la que resuena con eco ensordecedor en la caverna digital. Trump ya no necesita enemigos, solo espejos que devuelvan su reflejo. Y sin distorsiones.

Así que, la libertad solo es libertad cuando es nuestra, y la ley es una herramienta que solo sirve cuando apoya nuestra causa. No es un capricho de una facción; Pedro Sánchez, que sale a dar sermones con su manual de dogmas bajo el brazo, también se proclama profeta incuestionable. Y con esta moral a medida viene algo que puede volverse aterrador. Ya no hay filtros, aquellos contenedores que domesticaban los desbordes.

Pero no son solo los otros. Somos nosotros. Genuinos avatares en línea, no fuera de las pantallas. En la calle somos todos humanos, domésticos, una especie a punto de dejar de existir. Allí aún tropezamos con nuestras contradicciones. Pero en las aplicaciones somos cruzados como jueces inapelables, con la certeza de pureza –de asepsia moral incuestionable–. No nos empujamos en las aceras, pero nos matamos en los comentarios. Las redes sociales son tribunales sumarios donde los mensajes también son sentencias. Vigiladores y espías sin rostro, vengadores digitales que se deleitan en la impunidad del anonimato a la velocidad de un clic.

En la búsqueda de nuestra mejor versión, nos convencemos de serlo. La pureza moral es una exigencia, y dudar en conseguirla, un pecado. Nos hacen creer, como en los posteos de Instagram, que hay que exhibirse sin grietas, sin sombras, sin contradicciones visibles. La perfección es la única moneda aceptable, y cualquier desliz se paga con la cancelación. No hay redención, no hay contexto, solo el castigo que se observa en una partida de inquebrantables.

Quizá sea tiempo de preguntarnos si esta obsesión por la corrección absoluta nos ha alejado de lo esencial: la posibilidad de equivocarnos, de rectificar, de entender al otro sin necesidad de aniquilarlo. Si seguimos reduciendo el debate a una competencia de pureza, pronto nos quedaremos sin voces, sin conversación y sin la mínima capacidad de mirarnos más allá de nuestras certezas. Tú, yo, él, nosotros, vosotros, ellos: todos asépticos.

Juan Dillones periodista y analista en temas internacionales.