Coronavirus

A cuantos no podéis ir a misa

La mejor misa, la mejor comunión, es quedaros en casa sin contagiar

Pedro Miguel Lamet

Estos días de coronavirus muchas personas no pueden ir a misa, porque las iglesias están cerradas y porque las autoridades nos piden que nos quedemos en casa. Hay fieles que se sienten agobiados por esta prohibición. De niños les han dicho que la celebración tiene valor infinito, que es una obligación bajo pecado mortal ir a misa los domingos e incluso que es aconsejable asistir a la eucaristía todos los días. Nada importa que el obispo diga que están dispensados y que les aconsejen que la oigan por radio o la vean por televisión. “¡No es lo mismo! ¡Además no puedo comulgar! A mí eso de la comunión espiritual no me sirve.”

A veces los sentimientos de culpa, la costumbre inveterada desde niño, “lo que está mandado” es superior a todo, incluso al peligro de contaminar o ser contaminado. Son más papistas que el papa. Precisamente el evangelio de hoy, el de la Samaritana, habla Jesús, ante la competencia entre templos judío y samaritano, que a partir de ahora adoraremos en “espíritu y en verdad”. Y es que hemos enseñado la fe muchas veces como un talismán, como pura magia. Queremos tocar las llagas de Cristo, como Tomás. Queremos meter la mano en el agua bendita, pasar las estampas y las medallas por el manto de la Virgen, besar el pie de la imagen, llevar el escapulario.

¿Por qué? Porque somos materialistas del espíritu. No hablemos de las reliquias de los santos, muchas inventadas, que crearon sobre todo en tiempos pasados verdadero fanatismo. No estoy en contra ni de las imágenes, en ocasiones verdaderas obras de arte, ni de los objetos de devoción. Pero sí en absolutizarlos, convirtiéndoles muchas veces en una especie de ídolos, por encima de lo que representan. Ni estoy en contra de la religiosidad popular, las procesiones, los santuarios, etc. El pueblo necesita que lo trascendente le entre de alguna manera por los ojos. Pero no para quedarnos en ellos. No se pierde la fe porque prohíban un año las procesiones de Semana Santa, porque entonces pobre es nuestra fe.

“Pero la Eucaristía es distinto”, me diréis. En efecto, lo es. El “haced esto en memoria mía”, repite el acto más sublime de la historia de la salvación. Pero, ¿y si no se puede? “¡Qué suerte –me decía un amigo el otro día- que vosotros en vuestra comunidad podéis celebrar la misa!”. Yo le respondí: “¿Y tú? ¿Qué concepto de Dios tienes? ¿No sabes verle en el mar, el campo, las estrellas, los ojos de tus hijos de tu mujer? ¿No es todo eso un sacramento del encuentro con Dios? ¿Crees que Dios es tan pequeño y ruin como para encerrarse en un recinto y exclusivamente en una ceremonia? ¿No puede meterse por la ventana de tu casa y habitar en tu corazón? “El reino de los cielos dentro de vosotros está”

Recuerdo que había gente que se escandalizaba mucho con una frase que incluye Juan Ramón Jiménez en Platero y yo: “Felices los pájaros que no tienen que ir a misa”. “A pesar de haber estudiado con los jesuitas en el Puerto de Santa María, era todo un anticlerical”, argüían. ¿Sabéis lo que yo les respondía? “Felices los pájaros que no tienen que ir a misa, porque están siempre en misa”. Son criaturas cuya bóveda es el cielo, sus imágenes las flores y los frutos, su respiración la creación entera, su misión, simplemente “ser”.

El antropólogo, filósofo y poeta jesuita Pierre Teilhard de Chardin se encontraba en Asia, en el desierto de Osdros, probablemente el día de la Transfiguración, fiesta especialmente querida para él y carecía de pan y vino para celebrar la misa. Entonces escribió su maravillosa Misa sobre el mundo, que empieza con el siguiente Ofertorio:

No tengo ni pan, ni vino, ni altar. Otra vez,
Señor. Ya no en los bosques del Aisne, sino en la
estepas de Asia. Por cual trascenderé los símbolos
para sumergirme en la pura majestad de lo Real, y
yo, tu sacerdote, te ofreceré el trabajo y la
aflicción del mundo sobre el altar de la Tierra
entera.

No es posible reproducir aquí ese pequeño libro en toda su extensión. Recomiendo su lectura meditada. Después de la “consagración”, añade:

Señor, haz que tu habitación bajo las Especies
universales se convierta verdaderamente en una
Presencia real y no sea solamente querida y
acariciada por mí como el fruto de una
especulación filosófica. Querámoslo o no, por tu
poder y por derecho propio, te has encarnado en
el Mundo, y nosotros vivimos adheridos a ti. Pero
es necesario, y cuánto, que tú estés próximo de
cada uno de nosotros.
Por una parte todos
estamos siendo conducidos al regazo de un
idéntico Mundo. Por otra cada individuo
constituye su pequeño Universo en el cual la
Encarnación se realiza independientemente, con
intensidad de matices incomunicables.
En nuestra
plegaria en el altar pedimos, pues, que en la
consagración el misterio se haga realidad para
nosotros: “Para que sea para nosotros el Cuerpo
y la Sangre... » Si creo firmemente que todo a mi
alrededor es el Cuerpo y la sangre del Verbo, para
mí ( y en cierto modo sólo para mí mismo), se
produce la maravillosa “Diafanía”. Ella hace
posible objetivamente que en la profundidad de
todo acontecimiento y de todo elemento
transparentemos el calor luminoso de un mismo
Camino.

Por eso, los sacerdotes que no tenían las especies para celebrar encarcelados en checas, calabozos o mazmorras detrás del Telón de Acero o en países de América o África, sabían que su mejor misa era la misa de su propio sacrificio, de su propia vida.

Pueda esta Comunión del
pan, el Cristo revestido de las potencias que
dilatan el Mundo, liberarme de mi timidez y de
mi falta de desafíos! Dios mío, me abandono a
tu palabra en medio del torbellino de las luchas y
de las energías donde se desarrollará mi
capacidad para atrapar y saborear tu Santa
Presencia.
Aquel que ame apasionadamente a
Jesús escondido en las fuerzas que hacen crecer la
Tierra, a él la Tierra, maternalmente, lo alzará en
sus brazos gigantes, y le hará contemplar el rostro
de Dios.

Por eso, quería deciros a los que estos días estáis afligidos porque no podéis asistir a la eucaristía a causa de la pandemia que nos aqueja, que vuestra mejor misa es la ofrenda de manteneros en casa sin contagiar, porque el misterio eucarístico se produce solo como comunión, que es compartir responsable y solidariamente con nuestros hermanos. Y si no podéis estrechar manos o abrazar a la gente haced un regalo mejor: regalad el sacramento de una mirada o una sonrisa.

* Pedro Miguel Lamet es sacerdote jesuita y periodista.