Dos papas santos

Ceremonial de tradición

El acto celebrado ayer en la plaza de San Pedro tuvo un especial significado y gran simbolismo. Aunque la nobleza papal está vigente, no tiene funciones en la corte pontificia

Vista genral de la Plaza de San Pedro durante la ceremonia de canonización oficiada por el papa Francisco de los dos papas más venerados del siglo XX, Juan Pablo II y Juan XXIII, al que asisten un millón de fieles, cerca de 150 cardenales, delegaciones de 92 países y 24 jefes de Estado y Gobierno.
Vista genral de la Plaza de San Pedro durante la ceremonia de canonización oficiada por el papa Francisco de los dos papas más venerados del siglo XX, Juan Pablo II y Juan XXIII, al que asisten un millón de fieles, cerca de 150 cardenales, delegaciones de 92 países y 24 jefes de Estado y Gobierno.larazon

La Iglesia tiene dos nuevos santos, San Juan XXIII y San Juan Pablo II. Es lo más importante de la ceremonia que presenciamos ayer domingo 27 de abril. No conviene perderlo de vista. Su ejemplo e intercesión serán útiles para la cristiandad, y –en realidad– para todo el orbe. La plaza de San Pedro abrazaba una multitud fiel de todas las procedencias. Parte de ese pueblo de Dios eran los numerosos representantes oficiales de países e instituciones, entre ellos 24 jefes de Estado. El ceremonial tenía una especial significación y gran simbolismo, y el protocolo, como siempre, ayudó a que cada quien supiera dónde debía situarse y cómo. El Papa actual no es amigo de pompas, pero –como persona inteligente– sabe de la utilidad de esas cuestiones y que es cabeza de una Iglesia que, entre otras cosas, es pura tradición. En ella van incluidas sanas y seculares costumbres de gran raigambre –celebró la Misa en latín, idioma oficial de la Iglesia–, que engarzan en el pasado mirando al futuro, y que para nada contradicen la vocación eclesial en el servicio a los hombres y, en especial, a los más necesitados.

La nobleza papal, a pesar de estar vigente –el propio San Juan Pablo II ennobleció a dos polacos, aunque la concesión no fue publicada en el «Acta Apostolicae Sedis»–, ya no tiene funciones en la corte pontificia. Los Papas concedían títulos nobiliarios como premio a relevantes servicios a la Sede Apostólica, también después de 1870 y de la pérdida de los Estados Pontificios. Los acuerdos lateranenses de 1929 los reconocieron en Italia, aunque en 1984 se revisó esa norma –también en España puede autorizarse su uso, aún hoy–, pero la función de los barones, condes palatinos, marqueses de «baldacchino» y pontificios, duques de la Sacra Romana Iglesia o príncipes del Palacio Apostólico ha quedado reducida prácticamente a la nada. Sólo quedan los gentilhombres de Su Santidad –de frac, con chaleco negro, nunca blanco ante el Papa, pajarita blanca y el dorado collar con tiara y llaves de San Pedro en el centro–, cuya labor es acompañar a los dignatarios que acuden a la ceremonia. Llevan sus condecoraciones, sobre todo la Orden Piana, la de San Gregorio Magno, la venera de la Orden de Malta o la del Santo Sepulcro, deferencia lógica si se actúa en el Vaticano. Subsiste la Guardia Suiza, pero ya no la Guardia Noble, 300 años más joven que aquélla pero de mayor rango, creada por Pío VII en 1801, cuyo uniforme estaba inspirado en el de la guardia a caballo de los Reyes de España. Últimamente la comandaba el príncipe Sigismondo Chigi della Rovere. Tampoco existe la Guardia Palatina de Honor, creada por Pío IX en 1850. Ni por supuesto el mayordomo mayor del Palacio Pontificio, que fue el marqués Sachetti, ni los asistentes al solio pontificio, cargo ejercido por los príncipes Orsini o Colonna.

Pero sí hemos visto a los gentilhombres de Su Santidad ejercer su función. Precioso vestigio que no entorpece sino que ayuda para que estas ceremonias se desarrollen con fluidez. Los dos gentilhombres españoles, Carlos Abella y Ramallo, antiguo Embajador de España ante la Santa Sede y la Orden de Malta, y gran canciller de la Sagrada y Militar Orden Constantiniana de San Jorge, y Manuel Gullón y de Oñate, Conde de Tepa, acompañaban a nuestros Reyes. A todos les recibía el Prefecto de la Casa Pontificia, Mons. Georg Gaenswein. Entre los asistentes, el Príncipe Gran Maestre de la Orden de Malta, Frey Matthew Festing, con su negro hábito, el collar de su rango y la blanca cruz de ocho puntas en el pecho, sentado junto a los grandes duques de Luxemburgo, que habían acompañado otro gentilhombre, el príncipe Hugo Windisch-Grätz, luciendo el Toisón de Oro austríaco. Las damas, de negro, muchas con mantilla o tocado de ese color. Las soberanas católicas de blanco, como es preceptivo, y con alba mantilla: la Reina Doña Sofía, la gran duquesa María Teresa o quien fue reina Paola de los Belgas, todas ellas acompañadas de sus maridos. Una pena que ya no sea costumbre que los varones acudan de frac. Veíamos la contradicción de un embajador de España ante la Santa Sede con gran uniforme diplomático, y al resto de la delegación española, como muchas otras, de traje oscuro. Seguirán indicaciones, pero qué pena que éstas sean así. En acto tan solemne, ante el representante de Cristo en la Tierra, no hubiera estado de más la gala. Para Nuestro Señor, lo mejor.

A un lado cardenales y obispos, también los de ritos orientales, con sus llamativas coronas. Al otro, invitados oficiales. También estaban los sobrinos de San Juan XXIII, Beltramino Roncalli y su hermana Ottavia, venidos de la población bergamasca de Sotto il Monte. Estaba presente el Papa Emérito Benedicto XVI. Quedará para la historia el afectuoso abrazo a su llegada del Papa Francisco a su predecesor en la sede de Pedro y, a su marcha, su doble apretón de manos. Giorgio Napolitano saludó al Papa Emérito con enorme cariño, como muchos cardenales. Ya no besan su anillo. Sólo besarán el del Papa Francisco, aunque éste suele ser más partidario del abrazo en el que demuestra su mutua hermandad en el episcopado. El Papa estaba reconcentrado y serio, casi triste. Con él, cuatro pontífices llenaban la plaza, dos en persona, dos en imagen, todos presentes.

*Doctor en Historia