Oración

Diálogo transformador

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

II Guercino (Giovanni Francesco Barbieri) Jesús y la samaritana en el pozo
La plenitud de la Ley Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid

Lectio divina para este III domingo de Cuaresma

Hoy nos adentramos en la relación más profunda que se puede entablar con Dios. A través del encuentro de Cristo con la samaritana, se nos revela hasta dónde puede llevarnos el diálogo con él, tal como estamos llamados a redescubrirlo en la oración en este tiempo de gracia y conversión. Leamos con mucha atención

En aquel tiempo, Jesús abandonó Judea y volvió a Galilea. Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: "Dame de beber". Sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana: "¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?" (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva". Le dice la mujer: "Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?". Jesús le respondió: "Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna". Le dice la mujer: "Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla”...

Dios busca al que no le conoce o no le quiere recibir. Él quiere suscitar el milagro de la transformación del corazón gracias al diálogo confiado para revelar las profundidades que no hubiéramos pensado alcanzar. Porque Dios no solo se acerca al hombre por medio de la iluminación de su gracia, sino que viene a nuestro encuentro haciéndose como nosotros en Cristo. Él es el Dios próximo, que recorre los caminos del ser humano, fatigándose con sus empeños y compartiendo sus anhelos. Por todo esto, entrar en diálogo con Él nos hace vivir el encuentro más íntimo y confiado que podemos experimentar. Dios nos comprende, a la vez que nos hace ir más allá de nuestras debilidades y carencias, pues Él mismo las ha experimentado y abierto hacia la eternidad.

Jesús muestra la humildad de Dios, quien no teme rebajarse y tomar el lugar del necesitado ante el ser humano, a quien pide un poco de beber. Esta humildad de Dios se revelará plenamente el Jueves Santo, cuando el mismo Cristo se hace esclavo y ama a los suyos hasta el extremo de lavarles los pies (Juan 13,1ss). Ante esto la respuesta humana puede ser muy contradictoria. Porque abrir el corazón ante un Dios que se humilla para ensalzarnos y sacia su sed calmando la nuestra, es algo que verdaderamente exige un don, el don de la fe.

La samaritana iba al pozo a mediodía porque no quería o no podía encontrarse con el resto del pueblo a la hora común. Es decir, ella es una persona al margen de los suyos. Solo el encuentro personal con Cristo es capaz de sanar ese corazón, moviéndola al encuentro con sus semejantes para vivir la solidaridad y la comunión. Pero ante la súplica de Jesús, la reacción inmediata de la mujer es la de rechazarle e incluso ofenderle. Porque solemos marcarle límites a Dios, dejándole claro hasta dónde pudiera acercarse a pedirnos algo de nosotros. No terminamos de entender que tenemos muchos bienes, pero poco Bien; muchas alternativas, pero poca libertad; mucha información, pero poca verdad. En cambio, Cristo nos muestra el rostro de Dios que no viene a competir contra nosotros, sino a colmar la sed de absoluto que llevamos dentro.

Jesús le dice a la mujer: "Vete, llama a tu marido y vuelve acá". Ella respondió: "No tengo marido". Él le dice: "Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad”. Ella dice: "Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar”. Jesús le dice: "Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Le dice la mujer: "Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo”. Jesús le dice: "Yo soy, el que te está hablando”. La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: "Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?". Salieron de la ciudad e iban donde él.. Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo que he hecho". Cuando llegaron donde él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: "Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo"

Cristo eleva la discusión con la mujer mostrándole que ella, aferrada a la posesión de su cántaro, que representa todas sus aprensiones y la carga de sus odios antiguos, en verdad no conoce el sentido de sí misma ni de su pueblo ni de la entera humanidad. Así despierta su inquietud y su corazón empieza a moverse. Porque el diálogo con Dios hace caer nuestras barreras. Cuando nos abrimos a Él, todo se nos des-cubre. Entran en crisis nuestras falsas seguridades, el peso de las costumbres y condicionamientos sociales. Solo si en la oración nos dejamos cuestionar así por Dios, podemos experimentar la gracia y el riesgo de la respuesta libre a Él. Cristo enfrenta a esta mujer con su propia realidad como solo Dios sabe hacerlo. La enfrenta a su situación sin despreciarla ni cerrar la oportunidad para que cambie de vida. Él no niega sus evidentes pecados, sino que propicia su arrepentimiento hablándole con palabras tanto de verdad como de misericordia. Así se acerca Dios a nosotros en la cuaresma, poniendo en evidencia nuestra imperfección sin abandonarnos en la desesperanza. Nos pone delante de nuestra verdad sin humillarnos, sino suscitando nuestro cambio de vida.

Todo esto lo vive quien ora y su plegaria deviene en contemplación. Esta significa atender, asumir, la propia vida desde la altura y la profundidad de Dios. Es decir, nos sitúa ante nuestra propia realidad y la de nuestros semejantes desde la perspectiva divina. Así la luz de la gracia nos purifica y renueva. En la experiencia contemplativa Dios nos tiempla, nos afina mediante la purificación de nuestro ser para hacernos capaces de entonar la armonía que Él ha destinado para nosotros. La samaritana llegó a este nivel de comunión transformadora con el Señor. Sus barreras cayeron y su propia verdad se manifestó. Entonces podrá volver a los suyos con un corazón y una dignidad nuevas.

Pero este diálogo transformador con Dios no solo acontece en la interioridad de la persona, sino que tiene unas inmediatas manifestaciones en toda su vida práctica y social. Nos mueve a dar testimonio con nuestra presencia, con gestos y palabras cargados de la profundidad del Espíritu que a todos renueva y a todos llama. Si antes nos aferrábamos a falsas seguridades, ahora podemos experimentar la verdadera libertad al posponer tanto de lo superfluo y mantenernos en lo esencial. Porque la oración es misterio, mas no ocultamiento. Es el poder invisible de Dios el que tiene la primacía, pero se manifiesta de manera palpable en la vida de quien le deja actuar. Entonces ya no hacen falta más palabras. Cristo lo ha aclarado todo. Es lo que también podemos hacer cuando nos disponemos a saciar nuestra sed en el torrente inextinguible del amor de Dios por nosotros.