Oración

Se pasa de la muerte a la vida cuando se ama

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Pantocrator de Boi Taull
La plenitud de la Ley La Razón

Lectio divina para este V domingo de Pascua

El evangelio de este domingo nos presenta uno de los discursos de despedida de Jesús en la Última Cena con sus discípulos. Él se revela a los suyos ya no solo como el maestro que enseña la verdad a sus discípulos por el camino de la vida. Ahora afirma con toda propiedad que él mismo es el camino, la verdad y la vida. Es decir, el hombre de que acaba de lavarles los pies y sentarlos a su mesa, les dice que él es el camino definitivo que toda persona ha de recorrer para llegar a la altura de su propio ser que, paradójicamente, no está en sí misma, sino en el Padre a quien va buscando en cada paso de su vida a tientas. Leamos y meditamos:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás le dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús le responde: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre» (Juan 14,1-12).

Cuando Cristo se revela como el camino seguro para llegar a Dios, Felipe le pide que les muestre su rostro para saciar todos sus anhelos. No se había dado cuenta hasta entonces que ese rostro que toda persona anhela contemplar es el de este hombre a quien seguían, que les enseñaba y reprendía, que con ellos celebraba y descansaba, les acompañaba en sus faenas y les enseñaba a orar. El Dios trascendente y completamente distinto a todos había estado siempre allí, tan cerca y tan semejante a cada uno.

El cristiano vive en este mundo en medio de una gran paradoja, lo cual no significa contradicción, sino contraste. Esta supone manifestar una verdad distinta, desconocida para muchos, que solo miran superficialmente lo que aparece a primera vista. Ante la división de los hombres, el creyente afirma: “Dios es uno”; ante la contundencia del mal, anuncia: “Dios es bueno”. Así, ante la proliferación de la muerte, proclamamos con fuerza: “Cristo ha resucitado. ¡Él está vivo!”. Pero esta afirmación no la hacemos únicamente de palabra, sino con todo nuestro ser. Es decir, con la vida comprometida, con el esfuerzo que supone ir en contra de la corriente de un mundo que no honra la vida porque no la conoce en su profundidad. Y es que no basta con pronunciar con los labios la resurrección sin vivir su dinamismo. Este implica asumir con Cristo el peso del pecado, la división y la muerte para purificarlos y trascenderlos con una caridad concreta que cree, lucha y espera con la certeza de que se pasa de la muerte a la vida cuando se ama (ver: 1ªJuan 3, 14).

La celebración de la resurrección de Cristo solo alcanzará en nosotros su actualidad en la medida en que hayamos asumido la cuota de esfuerzo y perseverancia que exige el compromiso con Él. “Si alguno quiere ser mi discípulo, cargue con su cruz y sígame” (Lc 9, 23). Son las palabras del Señor que continúan siendo pronunciadas ante nosotros también en la Pascua y en todo momento en que se nos exige ser coherentes con la fe. Así “tocaremos” ese punto donde ya no hablaremos de alegría ni desventura, sino que resplandecerá en nosotros como la esencia misma de Dios, que colmará nuestra propia vida.