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Abusos a menores

Dolor y vergüenza a partes iguales

La Razón
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La ley fundamental del nuevo Pueblo de Dios es el amor fraterno. Este mandamiento nuevo del Señor es como el tronco del árbol moral de la Iglesia del cual brotan distintas ramas. Pues bien, del mandamiento del amor surgen todos los demás preceptos morales y leyes. Del amor fraterno deriva, en primer lugar, el respeto a las personas, especialmente, si esa otra persona es débil e indefensa. Esta es la razón por la cual el cristiano se siente especialmente concernido para respetar y proteger a los más pequeños y desvalidos. Su vida es reflejo de la presencia del Señor resucitado: «El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mi» (Mt 18, 25-26).

Son muchos los miembros de la Iglesia que han entregado y entregan generosamente su vida para defender a los más débiles para que alcancen un futuro mejor para ellos y para sus familias. Esta tarea tan noble ha ocupado la vida de muchos santos de lo cual nos sentimos orgullosos; pero, al mismo tiempo, hemos de reconocer que el pecado y la debilidad moral de algunos cristianos han empañado estas buenas obras. En nuestra época, los casos de abusos sexuales a menores por parte de algunos miembros del clero están debilitando la referencia moral de la Iglesia y su inmensa labor docente y caritativa que lleva a cabo en nuestro país y en otras partes del mundo.

Estos hechos son execrables, pues vulneran la ley de Dios y claman al cielo como el pecado de Caín. El Papa ha dicho en su reciente Carta al Pueblo de Dios que son «un crimen que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes». Por eso, los más interesados en poner fin a estos hechos somos los cristianos y de manera especial la Jerarquía de la Iglesia Católica. Sentimos vergüenza y sonrojo porque tales actos provocan un daño irreparable en la fe y en la vida de las personas y en la propia comunidad cristiana.

La legislación eclesiástica tipifica los actos pecaminosos contra el sexto mandamiento del Decálogo realizados con menores de edad no solo son un pecado gravísimo que Dios aborrece sino que, además, son un delito grave. Quien comete este tipo de delitos debe ser penado según la gravedad del acto. (CIC 1917 c. 2359 § 2 y CIC; 1983 c. 1395 §2). Por desgracia, esta norma no se aplicó con la diligencia y la contundencia necesarias en tiempos pasados por diversos motivos, entre ellos, «el clericalismo», que es una forma de abuso de poder.

En la lucha contra la pederastia y pedofilia en el seno de la Iglesia, debe ocupar un lugar preferencial la petición de perdón, el acompañamiento y el apoyo a las víctimas en todo aquello que moral y legalmente podamos hacer. Como ha dicho el Papa «su dolor debe ser nuestro dolor porque cuando un miembro sufre, todo el cuerpo sufre» (Carta al Pueblo de Dios).

La Conferencia Episcopal, en comunión con el Papa Francisco, quiere redoblar los esfuerzos para que todas las diócesis españolas se impliquen en un trabajo conjunto y coordinado de modo que, en los ambientes eclesiales, se respete la integridad física y sexual de los menores y sean lugares seguros en los que los padres y tutores tengan plena confianza. Esta tarea llevará un tiempo; pero estoy seguro que lograremos erradicar esta lacra que tanto dolor genera y conseguiremos la «tolerancia cero» en el presente y en futuro.