El pontificado de Francisco
El bautismo de Francisco
«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto», dice el Evangelio que se oyó desde los Cielos cuando Juan bautizó a Cristo. Dos mil años después, en el mismo lugar, Dios nos lo ha vuelto a decir en la voz de su Vicario en la tierra. Los hijos más amados de Dios son los que sufren, los que han tenido que dejar su casa y su tierra a causa de la guerra, la persecución y el odio. Son sus predilectos los niños que lloran demasiado y cuyas lágrimas nos interpelan a todos. La paz está en los grandes gestos y en los pequeños. En los de todos. Cada uno debe ser su agente: «El mundo necesita Mensajeros de la Paz». Sus palabras me emocionaron especialmente. Cuando me acerqué a Francisco quería agradecerle su testimonio, su guía, su valentía por querer volver a ofrecer a Dios y a los hombres una Iglesia pobre para los pobres. Él se me adelantó: «Gracias Padre Ángel por su labor hacia los necesitados». «No tengáis miedo», nos dijo tantas veces San Juan Pablo II, cuya imagen, junto a la de San Juan XXIII flanqueaba por la mañana el altar del estadio de Aman donde Francisco presidió su primera misa en Tierra Santa. El Papa no tiene miedo. No ha querido coches blindados; tampoco ha querido callarse. Ha denunciado a los que negocian con las armas y las guerras y ha pedido para ellos la conversión, porque lo suyo –lo de Dios– no es la condena, sino el perdón. El Papa nos ha llamado a la reconciliación, al diálogo y al respeto por el otro, porque la diferencia es riqueza, porque el prójimo sea cual sea su fe o su bandera tiene nuestra misma sangre y nuestro mismo Padre.
Francisco viene a Tierra Santa con la misma humildad con que Jesús vivió en estos lugares. No ha querido tronos, ni suites, ni banquetes, ni servicio. Y lo mismo ha querido para los que le rodean. Quienes viajan con Francisco no son su séquito, sino peregrinos, con él, como él. No bendice desde la lejanía, con dos dedos distantes, Francisco bendice con caricias, con cercanía, apretando fuerte las manos o besando suavemente la frente de los niños. Pasea con la sencillez de un párroco de pueblo y con la grandeza del párroco del mundo. Además posee el peligroso talento de decir la verdad. Su mensaje está conmoviendo al mundo. Estoy seguro de que sus gestos –encíclicas vivas– van a llegar también al corazón y a las voluntades de quienes mueven los hilos de las guerras desde despachos en los que nunca se oye el silbido de las balas. Hace apenas 48 horas, en Betania, las 500 personas allí reunidas volvieron a ser bautizados por Francisco, sin agua, pero con palabras de Fe y de verdad. Nosotros y la humanidad entera volvimos a ser confirmados como hijos de Dios, y todos, como Lázaro, renacidos para la vida.
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