Miguel Ángel
¡Extra Omnes!
¡Todos fuera!, dirá el «ceremoniere» al comenzar el cónclave. Fuera quedarán quinielas y cábalas, vaticanistas y opinadores. Entrará el Espíritu, si lo pedimos. Detrás del aparente juego político hay que ver revoloteando la paloma del Espíritu Santo. «¿Cómo pueden tomar a estos ancianos sacerdotes –muchos de ellos con biografías heroicas y perseguidos a causa de su fe– como si fueran personajes de un parlamento cualquiera, o miembros del consejo de administración de cualquier multinacional?», se preguntaba el otro día Messori.
En el cónclave hay que ver un acontecimiento espiritual, un tiempo de oración y una decisión de conciencia. Mil doscientos millones de católicos (y los que vengan) les contemplan. Todo lo que ocurre en el cónclave está empapado de liturgia, recordaba el cardenal Rouco: «El acto electoral es también un acto litúrgico; vamos vestidos de hábito coral; en la Capilla Sixtina no hay nadie, sólo estamos los cardenales y nuestro Señor».
Se vota en unas papeletas; uno de los escrutadores va llamando a los cardenales... Salen al pasillo de la Capilla Sixtina con la papeleta, se hace el juramento delante de Jesucristo, «que me va a juzgar». Los cardenales votan por quien cada uno cree que es el más apto para ser el pastor de la Iglesia universal. Se deja entonces la papeleta en un plato –ante la mirada del juez del «Juicio Final» de Miguel Ángel–, y uno de los escrutadores mete la papeleta en la urna diseñada por Bonanotte.
Terminada la votación, se hace escrutinio, y otros tres cardenales hacen revisión de las papeletas. Se colocan en una urna, para quemarlas, y arden también las posibles notas. Todo transcurre en un ambiente de recogimiento. «La votación comienza con la oración y termina con la oración, concluía el cardenal. Todo es en silencio. Ahí no se dice nada, del tipo: "Este cardenales es fantástico". Ni una sílaba». Silencio y oración. Por eso están todos fuera, y los cardenales, con Dios. Recemos para que de verdad sea así.
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