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La cura del coronavirus puede estar más lejos de lo que queremos

La búsqueda de un fármaco fiable contra la Covid-19 avanza entre caras y cruces. En las últimas semanas hemos asistido a la publicación de estudios contradictorios

Un laboratorio tailandés trabaja en un prototipo de la vacuna contra el coronavirus en Bangkok
Un laboratorio tailandés trabaja en un prototipo de la vacuna contra el coronavirus en BangkokRUNGROJ YONGRITEFE

En este momento docenas de laboratorios repartidos por todo el planeta solo tienen una obsesión: conseguir sacar al mercado un tratamiento realmente eficaz contra la COVID-19.

El abanico de propuestas es tan ancho como complejo. Desde medicamentos genéricos utilizados para combatir otras enfermedades (como la hidroxicloroquina empleada contra la malaria) hasta moléculas experimentales como el remdesivir que se empleó sin mucho éxito contra el ébola; combinados de anticuerpos de laboratorio de última generación; plasma sanguíneo extraído de pacientes recuperados o fármacos anticoagulantes.

A pesar de su diversidad, todos comparten algo: todos son todavía prometedoras propuestas sin confirmación experimental, a todos los queda un largo camino hasta llegar a las farmacias, ninguno de ellos por sí solo parece que pueda ser capaz de acabar con la pandemia.

Desde que conocemos el perfil genético del coronavirus SARS-CoV-2 (incluso desde antes) se han publicado cerca de 1.250 estudios científicos sobre el modo de tratar farmacológicamente la enfermedad que provoca. La inversión de las compañías farmacéuticas en el hallazgo de una terapia está ya por encima de los 1.000 millones de dólares. Las bolsas de todo el mundo han reaccionado con grandes subidas y grandes batacazos ante decenas de noticias esperanzadoras y frustrantes sobre posibles vacunas y tratamientos. Pero todo ello no parece haber servido para acelerar el proceso de creación de una cura tanto como quisieran los gestores de la salud planetaria. Seguimos lejos del «eureka» final. O al menos eso parece.

El camino para lograr que una sustancia probada en laboratorio se convierta en medicamento de uso general es largo. Pero en una situación de emergencia global como ésta las cosas se hacen aún más difíciles. En las últimas semanas hemos asistido a la publicación de estudios contradictorios sobre la eficacia de un mismo fármaco en cuestión de horas (el caso del remdesivir, por ejemplo, que obligó a repentinas fluctuaciones del estado de euforia y la cotización en bolsa); a declaraciones replicadas por todos los medios internacionales sobre posibles nuevas estrategias terapéuticas (como el apoyo del doctor Valentín Fuster al uso de anticoagulantes) y a grandes discusiones sobre la eficacia de tratamientos que no han podido aún ser avalados experimentalmente, como el plasma de convaleciente.

El último caso de incertidumbre saltó hace un par de días y afecta a uno de los fármacos de los que más se ha hablado en los últimos meses para atajar la COVID-19. Una investigación realizada en Francia con 181 pacientes hospitalizados con neumonía tras contagiarse con el coronavirus no pudo demostrar que el uso de hidroxicloroquina ofreciera un beneficio terapéutico considerable. La publicación en el British Medical Journal era tajante: «La hidroxicloquina ha recibido atención mundial como potencial tratamiento para la Covid-19 por los resultados positivos en estudios pequeños. Pero el estudio más amplio no respalda su uso en pacientes admitidos en hospital que requieren oxígeno».

El mes pasado, la Agencia Europea del Medicamento ya advirtió de la falta de certezas sobre la eficacia de este tratamiento. Y el ministerio de Sanidad a través de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios acaba de alertar de los posibles efectos secundarios neuropsiquiátricos del uso de la cloroquina. Entre caras y cruces se avanza, y poco, en la consecución de un fármaco fiable.

La pandemia ha sometido al sistema de fabricación mundial de medicamentos a un estrés añadido. Esta semana, la revista Nature alertaba de que «existen muy pocas instalaciones que cuenten con las licencias de los reguladores para fabricar medicamentos a gran escala. Cuando uno falla el sistema se resiente».

Para que una sustancia sencilla como el remdesivir o la hidroxicloroquina pueda ser producida masivamente se requiere el concurso de tres grandes procesos de producción: la fabricación del compuesto activo, la fabricación de un producto estable que contenga ese compuesto y que pueda ser fácilmente absorbible por el organismo y la fabricación de una presentación adecuada (tableta, gragea, inyección…). Cada una de esas fases es inspeccionada por los organismos internacionales de regulación del medicamento. Llegar al mercado supone un tortuoso rosario de licencias, protocolos, permisos, burocracias y comprobaciones. De cada 10.000 candidatos a medicamento, solo uno llega a la cama del hospital o la estantería de la farmacia. Es lo que los técnicos llaman el Valle de la Muerte de los nuevos fármacos. Y es lo que, ahora, en plena crisis mundial, debe evitarse a toda costa.

Las proteínas sintéticas

La producción es aún más difícil si se trata de medicamentos de nueva generación como las proteínas sintéticas o los anticuerpos de laboratorio. Para que una proteína pueda usarse como tratamiento debe permanecer estable en el organismo. Un modo de lograrlo es empleando una sustancia llamada polietinelglicol. Tras el terremoto cerca de Fukushima en 2011 la industria se topó con la realidad de que casi todas las fábricas de este componente estaban en Japón.

La escasez de suministros básicos puede poner en riesgo cualquier planificación sobre el lanzamiento de un medicamento. Ante la urgencia parece que vivimos una carrera sin frenos para probar cualquier estrategia terapéutica que pudiera ser útil. Pero muchos expertos advierten de que la carrera puede acabar en un despeñamiento generalizado. Buscar a la desesperada un medicamento puede ser más dañino que beneficioso.

Las grietas del sistema quedaron salieron a la luz en la crisis de la gripe A en 2009. El antiviral de referencia fue el Tamiflu y su producción se mutiplicó a escala mundial. Medios y organismos internacionales denunciaron que las compañías farmacéuticas se habían beneficiado del pánico generado para vender un producto que no ofrecía beneficios espectaculares. Las acusaciones de alarmismo de entonces se parecen mucho a las que al comienzo de la pandemia de Covid tuvimos que soportar por parte de ciertos medios.

Pero ahora sí se requiere una acción farmacológica veloz y global, aunque todo parece indicar que aún estamos lejos de lograr el medicamento soñado.