Sociedad
Del “te aplasto contra la puerta” al “soy un hombre nuevo”: rehabilitando a maltratadores
Las terapias para reeducar agresores han generado cierta animadversión social, pero casos particulares animan a creer en su capacidad
Jordi (nombre falso) comenzó una relación a los 16 años, se independizó a los 20 y se casó a los 25. Con 41 acaba de terminar una terapia voluntaria de rehabilitación a maltratadores; entró en octubre de 2018 y salió el pasado enero. Nunca pegó a su mujer, pero el machaque psicológico dolía más que cualquier golpe. “Es más una actitud de niño en un cuerpo de adulto: si no haces lo que pido, discuto. Por tonterías, por si quiero dejar el mando a distancia aquí o allá”, dice. Ello hasta llegar al insulto, a la violencia contenida, al grito, a la amenaza: “Cogí un teléfono y tirarlo al suelo, a dar portazos... Hasta el detonante: me puse un cuchillo en la tripa y amenacé: ‘Si esto no es así, me voy a hacer daño’. Entonces ves que eso no es sano y que necesitas ayuda profesional”.
Por eso decidió acudir a la Fundación AGI, un organismo especializado en prevención, intervención y formación de personas agresoras, además de atención a infancia y a familias. Si el camino es más importante que la meta, en el caso de Jordi es todo lo contrario: “Soy honesto: en mi peor época, yo no confiaba en esto. Hacía bromas, decía que era fuerte y no lo necesitaba... Hasta que me pasó a mí. Claro, cuando entras llorando, hecho polvo, te meten el dedo donde duele... Pues ves que al final sí sirve. Necesitaba sufrir y pasar por todo esto para creerlo. Estaba en el otro lado”.
Allí es donde descubrió que sus pautas de actuación no eran normales. Que quitar a su mujer el teléfono cuando quería llamar a su familia (“No, no vas a llamar a nadie: esto lo vamos a solucionar tú y yo”) para buscar ayuda no era lo común; que amenazarla cuando esta se encontraba próxima a la salida con sus dos hijos para escapar de la situación (“No, no te vas a ningún sitio: te aplasto contra la puerta”), tampoco; y que a pesar de todo el amor que sentía y siente por ella (“No voy a perder lo que más quiero en esta vida”), su comportamiento lo estaba alejando de su familia. “Lo hacía para no perderla. Le controlaba para que no se escapase de mi vida”.
En octubre de 2018 entró y en enero de este año ha salido. Han sido 15 meses de reenseñanza, reaprendizaje y reencuentro. Re, re, re; recomenzar. Ella nunca le denunció a él y él se lo agradece, consciente: “Mi mujer estuvo con el teléfono en la mano, a punto de llamar a la policía. Me amenazaba: ‘O paras ya o llamo’. Tengo que darle las gracias por no hacerlo; si lo hubiese hecho, la relación se hubiese acabado. Gracias a Dios que no lo ha hecho porque si no... (Lágrimas) Me ha dado la oportunidad de entrar en este programa y superarlo juntos”.
Él ha acudido de manera voluntaria, pero la Fundación AGI trabaja con tres grupos concretos; los que, como Jordi, acuden por voluntad propia; aquellos condenados a menos de dos años de prisión y sin antecedentes penales (Medidas Penales Alternativas) ordenados por un juez; y los de Ámbito Penitenciario, que se encuentran tercer régimen, algunos en segundo. Quien está detrás del proyecto es Rosa María Peiró y lo conformó como respuesta a una realidad social invisible en su época: “En el año 94 vi que había muchas mujeres de clase media-alta que iban a tomar café con caras desencajadas, tristes… Me di cuenta de que muchas eran maltratadas, pero su posición social no les permitía manifestarlo abiertamente. Por eso decidí darles voz a ellas para luego trabajar en prevención con ellos”.
Si en los 90 el maltrato estaba invisibilizado y apenas había recursos para las víctimas, ¿qué se podía pensar de un programa para rehabilitar a maltratadores? Nada bueno: “Tenía su razón de críticas. Se decía: ‘Oye, si no hay recursos apenas para las mujeres, ¿cómo los vamos a destinar a los agresores?’” Todavía existen muchas reticencias sobre estos servicios, aunque Rosa los aísla a un colectivo concreto: “Sólo lo hace la extrema derecha y sus satélites. Yo en ninguna asociación de mujeres he escuchado quejas sobre estos programas”. La tasa de recaídas es complicada de datar de manera exacta: “En 2019 tratamos a 280 individuos procedentes de Medidas Penales Alternativas, 167 de Ámbito Penitenciario y entorno a 80-90 voluntarios. Del grupo de 167, 23 volvieron a régimen penitenciario porque no fueron capaces de evolucionar”.
Nada habría sido posible en la metamorfosis de Jordi sin la ayuda de Santiago Luque. Santiago es psicólogo y trata a quienes acuden en busca de una solución. Él explica que “la casuística de estos comportamientos es variable, los hombres empiezan a protagonizar situaciones agresivas por una cuestión de dependencia afectiva”. El sistema social que impera también tiene gran parte de la culpa, mucho más que el componente familiar, tal y como indica el especialista: “Es verdad que hay un porcentaje de individuos que han vivido estas situaciones en casa y han determinado sus relaciones afectivas, pero no es condición sin ecuánime. Quizá son los valores machistas que condicionan en mayor o menor medida al individuo. Muchas mujeres no tienen una infancia idílica y no cometen maltrato”.
Cómo es este perfil de hombre y cómo se trata de trabajar con él para erradicar las conductas son dos conceptos diferentes, según Santiago: “No está demostrado que haya una cuestión biológica. Responde más a patrones sociológicos” y heredados que a nacer con predisposición a la violencia. Esos mismos patrones se traducen en una resistencia al cambio: “Tenemos tendencia a pensar que lo que creemos es lo adecuado y lo justo, y hay hombres a los que les cuesta mucho conectar con sus emociones, básicamente porque nunca se lo han planteado. Es algo que en las mujeres cambia mucho”.
Y la otra cara de la moneda, en este caso, la víctima, ¿qué piensa? Edra Noguera (que no se apellidaba Noguera, pero los cambió de posición para no dejar en herencia la huella de su maltratador) opina en la línea de Jordi: “No es una patología, es simplemente una conducta adquirida de pensar que siempre llevas la razón. Es más voluntad de cambiar que otra cosa”.
Ella y su madre, víctimas de violencia de género, crearon, impulsaron y trabajaron en una asociación llamada Miríadas que cerró el año pasado. Su experiencia con maltratadores no fue buena: “Impulsamos talleres para ir a la raíz, en este caso, a los agresores. Estuvimos dos años con ese proyecto y no hubo manera; en el momento en el que les apretabas un poco, decían: ‘¿Qué me va a decir una mujer a mí?’ Desde la apariencia muy bien, iban avanzando, pero cuando les presionabas una miaja... Nada”.
La fiabilidad de estas terapias ha sido muy cuestionada y han generado una profunda animadversión al respecto. Sin embargo, casos como el de Jordi hacen creer que la realidad es distinta: “Ahora ella está feliz y sin miedo, que es lo más importante. Le respeto su tiempo, su espacio, sus hobbys. Me han enseñado a ver el punto de vista de la otra persona. Cuando la veo que hace lo que quiere, estoy feliz; antes criticaba o imponía. Ahora incluso ayudo en la cocina y me ocupo de los niños”. Re, re, re: reeducar. Lo más importante.
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