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La millenial que enseñó a Obama a no hacer nada

Jenny Odell nos explica la tendencia del “dolce far niente”, nacida para contraprogramar a los gurús enloquecidos de Silicon Valley que han heredado la ética protestante del trabajo
TATYANA ZENKOVICHEFE

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Una de las oficinas de Deloitte en EE UU vivió un raro episodio en 2008. La becaria de marketing llegaba cada día y se sentaba a su mesa con la mirada perdida en el vacío. No hacía nada. Si le preguntaban, respondía que estaba realizando “trabajo de pensamiento”. O reflexionando sobre su tesis. La actitud de la chica contrastaba con el ruido y la frenética actividad de los empleados, que se esmeraban en mostrar lo atareados que estaban (“Ufff... qué estrés”). La pasividad de la nueva empezó a generar un malestar enorme entre los compañeros, los e-mails comentando la jugada se reproducían como por esporas. Al poco se supo que se trataba de una performance titulada “The Trainee” (la becaria), de la artista finlandesa Pilvi Takala .
Este experimento que Jenny Odell cuenta en “Cómo no hacer nada” (Ariel) refleja bien lo que cunde el nerviosismo cuando alguien se sale del carril. En realidad, Takala solo estaba reproduciendo, abiertamente, lo que otros hacían en Facebook o en la página de rebajas de GAP, escondidos tras sus pantallas. Es decir, poca cosa. El hecho de que la inactividad se haya convertido en una conducta tan disruptiva es uno de los temas del libro favorito de Barack Obama en 2019, que ahora podemos leer en castellano. Docente en la Universidad de Stanford (California), Odell responde por Zoom las preguntas de LA RAZÓN desde su casa en Oakland, donde vivió el confinamiento dedicada a observar la migración de los pájaros y a (re)caer en la tentación de las redes sociales de las que ha vuelto a quitarse con bastante esfuerzo.
Si en Europa está mal visto ser vago, en EE UU ya es un delito capital. Pero, ¿de dónde sale la mala fama que arrastra el «dolce far niente»?: «Es algo muy arraigado en la cultura americana. La ética del trabajo es como un mandato religioso; tienes que hacer que cada minuto cuente. Esta moral protestante coincide con la disciplina de los gurús de Silicon Valley de una forma alucinante: se visten de forma sencilla, no hacen gala de su riqueza, no paran nunca, aunque ya tengan suficiente...».
Para que podamos entender esta locura de aprovechar el tiempo hasta la milésima de segundo, la autora de «Cómo no hacer nada» pone un ejemplo: «Tengo una amiga que cada miércoles da un largo paseo hasta su estudio. El otro día se encontró a una conocida que le reprochó que estuviera tan ociosa. Es que es algo cultural, está en el agua. Yo tengo ancestros filipinos y allí este libro no tendría ningún sentido porque no es un tema que le preocupe a nadie. La gente, simplemente, vive su vida. No todo está agendado al milímetro».
-¿Y usted cómo se las apaña para mantenerse apartada de las redes sociales?
-Es algo que voy reajustando. Ahora mismo no me meto en ninguna plataforma, ya no tengo Facebook. Sí conservo Twitter e Instagram, pero solo para comunicarme por mensajes, nunca hago «scroll». Me di cuenta de lo enganchada que estaba y que debía parar después de que ganara Trump en 2016. Acabé traumatizada, estaba como paralizada. Fue instintivo, comencé a pasear por un jardín lleno de rosas del que hablo en el libro. Simplemente, me quedaba allí sentada y cogía distancia. Esto es lo más obvio, pero yo creo mucho en que cuando te das cuenta de algo, en realidad lo llevabas sabiendo hacía mucho tiempo. Y de pronto, sale a la superficie.
El arresto domiciliario al que nos castigó la pandemia puso en serios aprietos hasta las más férreas voluntades de mantener alejada la tecnología. Odell fue una de las víctimas del aislamiento: «Mi novio y yo volvimos a usar mucho las redes sociales. Yo le decía cosas como que si desinstalaba la barra de “trending topic” en Twitter o si lo usaba menos tiempo, la cosa iría mejor. Él me decía que estaba tratando de convertirlo en lo que no era. Es como si fuera un juego diseñado para conseguir un objetivo y tú quieres hackearlo. Nunca será lo que tú quieres».
Mirándolo con perspectiva, el confinamiento podía haberse convertido en un ensayo a escala planetaria de cómo dejar de «hacer» tanto y empezar a «ser» más. Lo curioso es que hubo mucha gente que, en lugar de disfrutarlo, se sintió culpable por quedarse en casa sin rendir. La autora cree que tuvo más que ver con que «muchos pasaron de un día para otro de una vida agitada, con mucho trabajo e intensas interacciones sociales, a la inactividad total. Entiendo la dificultad. También hubo quien se sintió mal porque les hubiera gustado ser de ayuda para otros y no veían cómo. El sentido del propósito es fundamental.
-¿Cuál es su actual relación con la tecnología? ¿Le hace más feliz, le causa ansiedad?
-Depende del uso que le dé. El otro día, durante una caminata, me sirvió para confirmar el nombre de una planta a través de una aplicación que me encanta. Me hizo muy feliz. Digamos que funciona cuando sirve para ampliar tu experiencia, no cuando te saca de ella. Yo solía pensar que era muy deprimente observar a los pasajeros del metro, todos pegados al móvil. Pero en el siglo pasado se hacía lo mismo con el periódico. La importancia radica en el contenido.
-Lo que ocurre con el teléfono es que lo sesudo y lo banal están igual de cerca, ¿no? Es como si te ponen delante un bollo y una manzana.
-Mi novio suele usar esa metáfora. Además, produce un efecto similar al de la comida basura, que luego te hace sentir mal. Y cuando cambias de dieta alucinas de cómo te sientes.
En el libro, Odell habla de que hay que resistirse a lo que ella llama la «economía de la atención» para poder engrosar las filas de los que disfrutan del placer de no hacer nada sin sentirse culpables: «Esa economía encuentra el paradigma perfecto en el modelo de negocio de estas redes sociales. Necesitan que la gente se enganche para lograr beneficio. Lo que más terrible me ha resultado de las RRSS que convierten a la gente en el producto».
Ahora que todo lleva graba a fuego el sesgo de género, uno se pregunta si también en esto de dejarse llevar hay un sexo que lo hace mejor que otro: «Las mujeres están dispuestas a aceptar la parte más pesada de ciertos trabajos y también se les pide más. En mi país, esto sucede, sobre todo, con las mujeres de color. Y si dicen que no, las consecuencias son peores. Y esto lo asumen tanto ellos como ellas. Y lo sé porque a mí me costaba mucho decir que no. Digamos que el clásico del padre viendo el fútbol y la mujer cocinando se traslada al ambiente laboral». En el fondo de tanto afán de rendimiento subyace el miedo a la muerte, la finitud de la vida. Esta millenial que enseñó a Obama a no hacer nada cree que «nuestra relación con el tiempo es un poco dolorosa; primero, porque todos vamos a morir, y en Occidente rechazamos la vejez, la enfermedad. A la gente más joven lo que le preocupa es el cambio climático y el hecho de no saber si en 30 años estaremos aquí. Así que, ¿qué sentido tiene proyectarse hacia el futuro? El horizonte ya no es algo lejano, se les echa encima».