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Opinión

Nada es para siempre

Una chica sujeta una mascarilla contra el viento en Praia do Norte (Nazaret, Portugal) Armando FrancaAP

Primer artículo de 2022 y el coronavirus sigue con su protagonismo intacto. Es verdad que se empieza a atisbar el principio del fin, del que ya hablé en esta misma columna, y que hay incluso quien se atreve a señalarlo en Semana Santa. Pero ¿y de aquí hasta entonces? Además de los conflictos con los negacionistas rasos y con los de élite (vean la que se ha montado con Djokovic en Australia por ir sin vacunar), de la imposición de pasaportes en diversos países europeos, comunidades españolas y establecimientos de todas partes (y las múltiples falsificaciones de estos últimos), el hipercontagio producido por Ómicron no solo nos ha hecho comprobar la ineficacia de las vacunas respecto a las infecciones (es cierto que reducen la gravedad, pero también que esta variedad es mucho más leve), sino también que existen las reinfecciones. En una de ellas ando yo, que fui de las primeras en coger el covid «tradicional» de la primera ola y que acabo de probar la novísima cepa ( ya no tan novísima, porque hay alguna más). Si aquel lo pasé con pocos síntomas, este lo siento como un catarro, así que no sufro por la propia enfermedad. Pero sí por el aislamiento. ¿Qué lo han acortado? Cierto. Pero aún así, me ha obligado a perderme la fiesta de Reyes, a mantenerme alejada de mi familia, a olvidarme hasta de los abrazos con máscarilla a los amigos y a acostumbrarme a tener el cortisol disparado por el estrés y a no poder solucionarlo liberando oxitocina, al no poder ni rozar a los míos (Marián Rojas, psiquiatra, dixit). Me consuelo pensando que todo esto podría tener fecha de caducidad; aunque, de momento, solo la tiene el certificado COVID en Europa, que dura 270 días. Nada es para siempre. Esperemos que la COVID tampoco.

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