Inmigración

Europeístas VS euroescépticos

Una tormenta perfecta fruto de la conjunción de una crisis financiera mundial, el Brexit, el terrorismo yihadista, el intervencionismo ruso y una presión migratoria cada vez más insostenibles está ocasionando tensiones entre los países europeos

No resulta sorprendente que las corrientes europeísta y euroescéptica hayan terminado afectando a las respuestas nacionales y la política europea ante la presión migratoria
No resulta sorprendente que las corrientes europeísta y euroescéptica hayan terminado afectando a las respuestas nacionales y la política europea ante la presión migratorialarazon

Una tormenta perfecta fruto de la conjunción de una crisis financiera mundial, el Brexit, el terrorismo yihadista, el intervencionismo ruso y una presión migratoria cada vez más insostenibles está ocasionando tensiones entre los países europeos.

Desde sus inicios, en plena guerra fría, el proceso de integración europea ha tenido que superar numerosos retos y decidir su futuro enfrentando dilemas cruciales en condiciones muy adversas. Bastará recordar el embargo petrolífero de 1973; la crisis financiera mundial de 1979-80 o la desaparición del bloque comunista con la desintegración de la Unión Soviética y las guerras balcánicas como corolario.

No obstante, más de seis décadas después de la firma del Tratado de la CECA, la integración europea no sólo pervive sino que ha logrado aumentar los seis miembros iniciales hasta veintisiete, si descontamos ya al Reino Unido, y extender sus competencias y funciones a ámbitos tan sensibles para la soberanía de los estados como la moneda, la justicia, la policía, la diplomacia o la defensa. Desde su origen hasta nuestros días, el gran motor de esta integración ha sido siempre el entendimiento político franco-alemán.

Esta resumida perspectiva histórica resulta oportuna para valorar adecuadamente la encrucijada en la que se encuentra la UE, fruto de la conjunción de una crisis financiera mundial, el Brexit, el terrorismo yihadista, el creciente intervencionismo ruso y una presión migratoria en sus fronteras que resulta cada vez más insostenible. Estas amenazas y riesgos han confluido durante la última década provocando una tormenta perfecta que, naturalmente, está ocasionando tensiones políticas entre los países miembros y apreciables disfunciones institucionales que afectan a la cohesión interna de la Unión y a la percepción ciudadana sobre la necesidad y la legitimidad de la integración. Es natural que en semejantes circunstancias históricas se produzca una profunda división entre los ciudadanos y en las propias sociedades europeas, sobre el cómo enfrentar el presente para garantizar la paz, el bienestar y la seguridad del futuro.

De una parte se encuentran aquellos ciudadanos europeos que consideran que las acciones comunes que permite la UE constituyen la mejor respuesta para enfrentar un mundo cada vez más interdependiente y global, en el que los problemas, retos y amenazas sólo pueden abordarse con decisiones y acciones transnacionales o supraestatales. Los seguidores de esta corriente son europeístas por necesidad más que por convicción, por lo que no renuncian a sus raíces nacionales y culturales. En el otro extremo se encuentran los ciudadanos que admitiendo la gravedad y el alcance de las amenazas y riesgos que están afectando a Europa, consideran que no forman parte de una dinámica histórica de creciente interdependencia y globalización por lo que pueden ser enfrentados de un modo más eficaz mediante decisiones y acciones unilaterales de sus sociedades y estados. Son los euroescépticos, contrarios a la integración por miedo al desarraigo cultural o la marginación socio-económica en una Europa unida y que, con frecuencia, se traduce en un fuerte sentimiento nacionalista exclusivo y excluyente.

Durante la última década, estas dos poderosas corrientes ciudadanas se han movilizado electoralmente para configurar gobiernos y condicionar las políticas estatales y, por extensión, la propia dinámica integradora. No resulta sorprendente que también hayan terminado afectando a las respuestas nacionales y la política europea ante la creciente presión migratoria iniciada con la caída del muro de Berlín y las guerras balcánicas y que se ha prolongado con los flujos procedentes del norte de África y Oriente Medio.

Los flujos internacionales masivos de población no son nuevos ni exclusivos de Europa, como demuestra el caso de Estados Unidos. Pero la complejidad de las causas y de los efectos que provocan, siempre ha sido una dificultad a la hora de adoptar las políticas migratorias. Mientras los europeístas reclaman medidas comunes de la Unión Europea capaces de sustentar una auténtica política migratoria supranacional, los euroescépticos presionan por recuperar competencias estatales cedidas o compartidas con las instituciones comunitarias. Ambas partes simplifican el debate con discursos que responden más a planteamientos ideológicos que a formulaciones rigurosas y eficaces del problema. En efecto, los primeros subestiman o ignoran que las competencias de concesión de la nacionalidad o la residencia siguen siendo estatales, sin que se pueda imaginar que vayan a ser cedidas a las instituciones europeas en un próximo futuro. Los segundos omiten que la abolición del espacio Schengen no sólo no eliminaría los flujos internacionales de población sino que reduciría ostensiblemente la capacidad de respuesta al limitarla a los medios de cada país y condicionarla a una desigualdad de condiciones geográficas, económicas y políticas entre los estados europeos.

Esta polarización se ha puesto de manifiesto en el caso del «Aquarius». El hecho de que el Gobierno italiano no haya permitido el desembarco de los 629 migrantes no hará que desaparezcan las embarcaciones que ilegalmente lleguen a sus aguas procedentes de las costas libias. Al mismo tiempo, los países del Grupo de Visegrado no pueden seguir ignorando que el problema de los flujos de población que llegan a las costas europeas del sur también les afecta, en la medida en que pone en peligro la continuidad del espacio Schengen del que millones de sus ciudadanos se benefician diariamente al poder viajar, residir, estudiar y trabajar en las economías más prósperas del resto de la Unión.

Como en el resto de las políticas europeas donde las competencias están compartidas entre las instituciones de la Unión y los estados miembros, la solución sólo puede alcanzarse cuando las necesarias decisiones y acciones comunes surgen de la voluntad de los estados y son respaldadas por sus gobiernos y la mayoría de sus ciudadanos. Cualquier otra opción será parcial, incompleta e ineficaz.