Teología de la Historia

Extraordinaria coincidencia de un importante suceso de la Segunda Guerra Mundial

Cien años antes de la fecha de la reunión que iba a decidir el exterminio de judíos se produjo la conversión de Alfonso de Ratisbona

La aparición de María a Alphonse Ratisbonne, 1870
La aparición de María a Alphonse Ratisbonne, 1870Capilla de la Virgen del Milagro

Hay acontecimientos históricos en los que esa afirmación del gran Papa polaco –que subtitula esta serie sobre Teología de la Historia– se muestra de una manera tan singular, que bastan «ojos para ver y cabeza para entender» sin «preconcebidos prejuicios», para detectar en ellos una patente huella de Jesucristo, que con frecuencia actúa como el Señor de la Historia por medio de Su Madre, la Virgen María. Uno de estos acontecimientos recorre el tiempo transcurrido y la increíble vinculación entre lo sucedido en Roma en la primera mitad del siglo XIX, cuando todavía la Ciudad Eterna era la capital de los Estados Pontificios, y lo sucedido un siglo después, en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial en Berlín, la capital del Tercer Reich alemán.

Sucedió lo primero exactamente el 20 de enero de 1842, en la Iglesia romana de San’t Andrea delle Fratte, ubicada muy cerca de la Plaza de España, donde se emplaza el Palacio que albergaba, y sigue albergando, la Embajada española ante la Santa Sede. Tuvo como protagonista a un joven judío de 27 años, Alfonso de Ratisbona, emparentado con los banqueros Rothschild y que residía en Estrasburgo. Se había trasladado en diligencia desde allí hasta Marsella para embarcarse rumbo a Nápoles con la intención de unos días después seguir hacia Malta para finalmente realizar un viaje de crucero por el Mediterráneo.

Era un viaje de placer a modo de despedida de soltero, pues unos meses después iba a contraer matrimonio. La revolución «gloriosa» de julio de 1830 se produjo exactamente en la semana siguiente a la aparición de María Inmaculada («la Milagrosa») en la Rue du Bac de París a santa Catalina Labouré, y que derrocó en Francia al último monarca reinante de la Casa de Borbón, Carlos X, que había vuelto al trono con la restauración de la monarquía que se produjo en el Congreso de Viena de 1815, tras la derrota de Napoleón en Waterloo y su forzado exilio en la isla de Santa Elena.

Tras esa revolución de julio, eran bastantes los personajes de la aristocracia y la nobleza francesa que vivían exiliados en Roma. La «casualidad» hizo que el joven Alfonso cogiera una diligencia equivocada que en lugar de trasladarle hacia el sur de Nápoles le llevó hacia Roma, donde se encontró con uno de esos nobles franceses, hermano de un amigo suyo, el barón Teodoro de Bussières. Éste le comentó que era gran devoto de la Virgen María y de la Medalla que precisamente en julio de 1830 ella le había mostrado a Catalina Labouré prometiendo singulares gracias a quienes la llevaran con devoción.

Al encontrarse le ofreció una de esas medallas –conocida como la «Milagrosa» por los parisinos, debido a la gran cantidad de curaciones y conversiones experimentadas en París por sus portadores, cuando una epidemia de cólera provocó en la capital un gran número de bajas –más de 20.000 entre la población–. Ante su insistencia en que la llevase, el joven Ratisbona se la colocó, a pesar de su rechazo al ser un judío anticristiano y descartando una pretendida eventual conversión. Pocos días después falleció el embajador de Francia en Roma, el conde de La Ferronays, al cual el barón le había hablado de Ratisbona, pidiéndole que rezara también por su conversión.

Se le encontró en la Plaza de España, y se dirigía en su carruaje a Sant Andrea para preparar su funeral invitándole a acompañarle hasta allí. Impaciente de esperarle a la puerta de la Iglesia, al cabo de un rato se decidió a entrar por curiosidad a su interior y allí se precipitó todo. Se sintió súbitamente transportado a una capilla lateral y se le apareció la Virgen Inmaculada de la Medalla Milagrosa que «no le habló pero lo entendió todo».

«Fue una súbita y extraordinaria conversión , que causó un gran impacto en la Roma del momento, dada además la personalidad del protagonista del suceso. En apenas unos días, el Papa Gregorio XVI le recibió y comenzó a continuación su preparación para profesar como religioso. Apenas cinco meses después, la Iglesia reconocía como un milagro obtenido por intercesión de la Virgen María la instantánea conversión del hebreo Alfonso –que añadió «María» a su nombre al ser bautizado– de Ratisbona. La etapa de su nueva vida como sacerdote en Tierra Santa, entonces bajo el Imperio Otomano, con las religiosas de la comunidad de las «Hijas de Sion», fundada junto a un hermano suyo también sacerdote, para ayudar a los compatriotas que vivían allí, es un capítulo significativo de la historia de la Iglesia en Tierra Santa.

De ese 20 de enero de 1842 damos un salto de un siglo para ir a 1941, con la Segunda Guerra Mundial en total desarrollo. El Tercer Reich para entonces había convocado en un distinguido Palacete incautado, situado en el distrito berlinés de Wannsee, una reunión con 15 jerarcas nazis para el 9 de diciembre, que tenía por objeto implementar la logística necesaria con el fin de acometer la «solución final» de «la cuestión judía». Es decir, el exterminio de los 11 millones de judíos que se estimaba poblaban los territorios ocupados, y en especial en la URSS, tras el comienzo de su invasión unos meses antes, el 22 de junio con la «operación Barbarroja». Pues bien, en esa situación, el 7 de diciembre de ese año 1941 la aviación japonesa bombardeó la base estadounidense de Pearl Harbour sin haber entrado EE UU en guerra, lo que motivó que al día siguiente, el 8 de diciembre, –fiesta de la Inmaculada Concepción…– el presidente Roosevelt declarara su entrada en la guerra con el bando aliado.

Ese hecho a su vez provocó que inmediatamente los nazis convocados en Wannsee para el día siguiente recibieran un mensaje cifrado comunicándoles que un acontecimiento «sobrevenido y de gran importancia» obligaba a trasladar la citada conferencia para el siguiente mes y, concretamente, al día 20. Es decir, al 20 de enero de 1942, exactamente 100 años, día a día, del milagro de la conversión del judío Alfonso María de Ratisbona en Roma.

Y ese traslado de la fecha de la reunión que tenía por objeto planificar el Holocausto de millones de judíos en Europa lo había motivado una decisión adoptada el día de la Inmaculada, para llevarlo a la misma fecha en que exactamente 100 años antes Ella había convertido a un judío anticristiano.

Alfonso María de Ratisbona vivió sus últimos años en una humilde y pequeña morada situada en el jardín del Monasterio que las Hijas de Sion disponen, situado al pie del que evoca la Visitación de la Virgen a su prima santa Isabel, en Ain Karem, a las afueras de Jerusalén. Y su tumba en el cementerio del monasterio la preside una imagen de María y la Medalla Milagrosa.

En el Evangelio se relata que la Virgen cantó el « Magníficat» en esa ocasión, y que concluye alabando a Dios, que «… auxilia a Israel su siervo , acordándose de su misericordia, como le había prometido a Abraham y su descendencia por siempre». Y en 1942, los nazis pretendían exterminar a millones de descendientes del patriarca Abraham, y precisamente en una fecha tan señalada por la milagrosa conversión al cristianismo de un significado judío.

La incorporación de EE UU a la guerra, y en el día de la Inmaculada Concepción, impidió que se pudiera materializar el plan de exterminio previsto. En el Museo del Holocausto de Jerusalén, el Yad Vashem, existe un sector dedicado a la Conferencia de Wannsee, con grandes fotografías de los 15 significados nazis intervinientes en la misma. Es un episodio que merece ser conocido y estudiado en el marco de la Teología de la Historia, que intenta discernir la presencia actuante del brazo de Dios en la misma.

San Juan Pablo II, dentro de la obra «Cruzando el umbral de la esperanza», escribió que «el hombre con su libertad contribuye a escribir durante su vida la historia. Pero es como el eje horizontal de la misma, porque junto a él, otro eje y vertical desciende del cielo a la tierra: es Jesucristo, que junto al hombre y respetando su libertad, escribe la Historia».