Cáncer

La cazatalentos de los enfermos con tumor cerebral

Ana sostiene la radiografía que le hicieron tras extirparle un glioblastoma
Ana sostiene la radiografía que le hicieron tras extirparle un glioblastomalarazon

Ana García transmite serenidad. Habla de forma pausada. Serán cosas de su profesión... Se dedica a la selección de personas, a identificar el talento de un vistazo. Pero no es sólo eso. Superar el cáncer más agresivo que existe le ha mostrado otra faceta de la vida y le ha hecho reforzar su fe. «Siempre he creído en Dios, pero esta experiencia me ha hecho súper creyente». Ana es ese 7 por ciento de enfermos de gliobastoma que no mueren pasado el año. «Sólo conozco dos casos más».

No es nada hipocondriaca, todo lo contrario. Nunca le duele nada, ni enferma con facilidad. Por eso, ese día de mediados de septiembre de 2013 cuando se le durmió la mano, saltaron todas las alarmas. «Tuve una intuición y pedí cita para el día siguiente. Quería ver a un neurólogo». Y así lo hizo. El especialista encargó una batería de pruebas para ver qué la ocurría. De una consulta a otra, la situación se había agravado bastante. Ya no sólo se le dormía la mano una vez al día, «hasta en siete ocasiones se me paralizaba», recuerda. Por eso decidió apuntar en un cuaderno cada uno de los «brotes». «Tuve hasta siete parálisis en un solo día». Le quedaban seis para que le atendiera el médico y decidió acudir a Urgencias del Hospital Nuestra Señora del Rosario.

Sabía, antes de entrar, que su caso podría encajar perfectamente en esos nueve de cada diez ataques de ansiedad que llegan a Urgencias, pero se dedica al sector farmacéutico y tenía claro «que esto era algo más». Y así se lo dijo el médico que la atendió. Él la ofreció un ansiolítico y ahí fue cuando la Ana más borde salió: «No me voy a ir de aquí ni con eso, ni con un antipsicótico. No me da miedo la muerte, ni la enfermedad y sé que tengo algo más. Por favor, cuéntele a un neurólogo todo lo que le he explicado». Así, tajante, fue como consiguió que la viera el especialista. Dos horas después le habían colocado una vía para administrarle un antiepiléptico. Era una cuestión de prueba/error. Si hacía efecto es que había algo más. Y así fue.

Permaneció una semana ingresada para hacerse pruebas. «Sólo por la cara de la mujer que me hizo la resonancia sabía que algo habían encontrado». El tumor era tan pequeño que no se podían creer que lo fuera, creían que era un parásito y todos esos test sólo buscaban dar con otros «bichos». Analizaron su corazón, le hicieron una punción lumbar y hasta miraron sus ojos. «Es que el cáncer era más pequeño que una uña, era de milímetros», insiste. Fue una suerte localizarlo tan pronto. Al contrario que la mayoría de enfermos, durante esos siete días, «estaba muy tranquila. Me sentía acompañada», afirma.

El viernes le dieron el alta y al siguiente martes ya tenía cita con el cirujano para operar. No había tiempo para elegir. ¿Por qué? En ese corto periodo de tiempo, el tumor se había duplicado. Ya medía dos centímetros y medio. «Es un tumor muy malo, muy agresivo», le dijeron. «Vas a tener que atacarlo con todos los tratamientos, incluida la radio y la quimioterapia». Entró en quirófano, con una virgen de madera de Tierra Santa en la mano, el 11 de octubre y tardaron cinco horas en extirparle todas las células malignas.

A su familia les advirtieron de una incidencia durante la intervención. Cortaron una arteria y tuvieron que aspirar la sangre que había inundado el cerebro. «Puede que no vuelva a andar, ni a hablar», les dijeron. Pero ella, poco después, aún con la venda ensangrentada, las vías en la cabeza y el ojo amoratado les dejó atónitos: «¡Estoy fenomenal!».

A los dos días ya se lavaba la cabeza y se planchaba el pelo. «Quería verme bien», reflexiona. Su mejoría fue tan rápida que entre los trabajadores del hospital corría la voz: «¡Id a ver a la de las 323! No parece que le acaben de extirpar un tumor cerebral».

En este momento de la conversación Ana saca su móvil, busca la foto del día que volvió a su casa. En ella aparece una mujer con 15 kilos más, una sonrisa de oreja a oreja y los pómulos de un color rosado. Es la imagen de la salud.

La biopsia de lo que la habían extirpado era clara: «¡Paloma, tenías un tumor de nivel 4!». Y ahora, ¿qué? Tras este anuncio ni Ana ni su marido sabían a donde acudir. «Es una situación en la que se encuentran muchos pacientes con cáncer». Se buscó la vida y acudió al Hospital Quirón donde pusieron nombre a su tumor: el temido glioblastoma.

Sabía que quería que Juan Manuel Sepúlveda, neurólogo y oncólogo del Hospital Doce de Octubre, llevará su caso. Y lo consiguió. Le recomendó un tratamiento muy agresivo, acorde con la malignidad de su tumor: 44 días de radio, quimio y avastin (un fármaco). Toda una bomba que destruyó cada célula cancerígena. «Acabé con el cuerpo completamente intoxicado».

A los seis meses ya estaba en la oficina. «No he vuelto a tener actividad tumoral desde la operación». Eso sí, está muy controlada. Best Search, su empresa de «headhunter», sigue buscando perfiles para grandes compañías, pero ahora tiene una misión más: trabaja con otras personas que han superado un tumor cerebral y les asesora en sus planes de carrera. Para ello, colabora con la Asociación de Afectados por Tumores Cerebrales en España (Asate).