China

La mafia oculta de la ciencia

Woo Suk falsificó los resultados de su estudio sobre la clonación humana
Woo Suk falsificó los resultados de su estudio sobre la clonación humanalarazon

Publicar, publicar, publicar. Es la obsesión de todo un sector, el de la ciencia, que desde hace varios años sufre una extraña enfermedad de la que parece no recuperarse. Hoy, cualquier institución, administración pública o centro privado exige a sus investigadores un número mínimo de «papers», esos extensos artículos que suelen confirmar con otros científicos, en los que exponen los últimos hallazgos que han encontrado en su área de conocimiento. Pero, con la celeridad con la que se les impone una nueva publicación, ¿tienen tiempo para trabajar con hipótesis certeras? ¿Sus resultados se revalidan? Éstas son sólo dos de las cuestiones que plantea la última edición de «The Economist», que ya en su portada avanza la línea de su reportaje: «Cómo la ciencia no funciona». No se plantea una pregunta, es una afirmación categórica que casa con diversos artículos periodísticos publicados los últimos dos años en los que se cuestiona el actual sistema de divulgación científica. No hay que irse muy lejos. A finales del año pasado, salía un estudio –del que parece que podemos fiarnos– en el que se analizaba el fraude científico y la conclusión fue devastadora: la picaresca en el mundillo del conocimiento se ha multiplicado por diez desde 1975. Los datos, publicados en «PNAS». Hasta mayo de 2012, los autores encontraron 2.047 artículos retirados, en su mayoría por ser plagios y engaños. Eso sí, podemos vender un poco de marca España, ya que sólo el 1% se firmaron en nuestro país. Es más, somos toda una potencia científica, a pesar de los recortes; ocupamos la décima posición en el ranking mundial. Nuestros científicos están en el «top ten» de los que más artículos acometen y, muchos de ellos, en grandes revistas.

La publicación británica no sólo se adentra en el problema del fraude en la publicación de nuevos hallazgos, sino en una clave de la ciencia, la verificación de los datos. El «leitmotiv» de los que trabajan bajo nuevas hipótesis desde el nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII. La principal queja de la revista económica es que «muchos de los resultados se obtienen de experimentos de pacotilla o de análisis muy pobres», una queja que se explica con ejemplos reales. Uno de ellos no se remonta más de dos años cuando una farmacéutica norteamericana, Amgen, intentó replicar 53 estudios relacionados con el cáncer. Sólo lo consiguieron en seis de ellos, a pesar de que en el laboratorio trabajaron codo con codo con algunos de los autores de los «papers». Un problema similar le ocurrió a la todopoderosa Bayer que también intentó llevar a la práctica 67 estudios y sólo obtuvo resultados positivos en un cuarto de ellos. Aunque el problema pueda parecer aislado, lo cierto es que detrás de todos los autores hay instituciones que, en muchos casos, obtienen subvenciones para poder avanzar en esa ciencia básica de la que, ladrillo a ladrillo, obtiene prometedores resultados. La OCDE es una de las organizaciones que más dinero invierte en este área, al estar formada por los países más ricos sabe que la investigación es un pilar básico. Sólo en el área de la biomedicina invirtió 43.000 millones de euros, casi el doble de lo que destinaban en 2000. Compañías como las citadas anteriormente están detrás de esta ingente inversión y si ven que su dinero acaba en publicaciones fraudulentas es muy posible que peligre esta inversión. Repetir un experimento puede ser costoso, pero en medicina es la única posibilidad de descubrir si hemos encontrado nuevas dianas terapéuticas o no.

La presión de los científicos no es la única tara en el actual sistema científico. Las revistas son grandes responsables de que sigan adelante estudios con poco fundamento o, cuya metodología no se ajusta a lo que debería ser un trabajo serio. Con el auge en los últimos años de las denominadas «publicaciones de acceso directo», la demanda de artículos científicos se ha disparado. Necesitan contenidos y sus exigencias están limitadas a la publicidad que obtienen, de ahí que sobre todo apuesten por temas que puedan tener una mayor repercusión mediática y si consiguen copar las páginas de diarios de información general, mejor que mejor. Como insiste «The Economist» cualquier informe que hable de las nuevas cualidades del vino o de por qué debemos dejar que nuestros hijos jueguen a los videojuegos es bien recibido entre estas revistas. Aunque no crean que son las únicas que han tenido que retirar artículos, el estudio sobre fraude de «PNAS» también aseguraba que grandes cabeceras como «Science» y «Nature» también se retractan de informes que, tras una nueva revisión descubren su inconsistencia.

Entre los que trabajan con pipetas y probetas –idea preconcevida de lo que es un científico– también hay una obsesión por buscar la novedad, adentrarse en un nuevo área o intentan descifrar uno de los numerosos misterios de la vida, pero nos olvidamos de algo. De los errores. De la publicación de esos experimentos que han tirado al traste cientos de hipótesis y que nunca han visto la luz. Es más, si en 1990 tres de cada diez resultados negativos aparecían en alguna revista, hoy la cifra es ridícula. Se reduce al 14 por ciento. Aunque no lo parezca, conocer lo falso es tan importante como dar con una verdad. Pero claro, ¿quién es capaz de decir que ha financiado un estudio que ha resultado negativo o ineficaz?

Antes de publicar cualquier artículo, éste debe pasar por una revisión por pares. Una medida por la que cientos de investigadores trabajan de manera altruista analizando los artículos de sus colegas para saber si sus conclusiones son válidas. Eso sí, los revisores sólo deben compartir con el autor el área científica. No pueden conocerse para asegurar una objetividad plena. Así, un científico no sólo debe dedicarse a investigar, sino también a publicar, a dar clase y a corregir los hallazgos de sus «enemigos científicos». Está claro, ser científico es un trabajo a tiempo completo, de ahí que la presión por conseguir la beca que necesita para seguir analizando cómo funciona nuestro cerebro –uno de los órganos más desconocidos– pueda obligar a algunos, sobre todo a los que residen en China, a utilizar la picaresca.