Conferencia Episcopal
Lo que la ley destruyó
España se acerca ya a la cola de Europa en número de matrimonios y a la cabeza en el de divorcios. Hace poco más de diez años estábamos al revés: éramos uno de los países con más matrimonios y menos divorcios. Este triste vuelco no es casualidad. Responde de forma singular –sobre el telón de fondo de una tendencia general de nuestra época– a unas políticas públicas profundamente equivocadas que se consagran definitivamente en las dos leyes sobre el matrimonio de 2005: la que excluyó la heterosexualidad («matrimonio homosexual») y la que expulsó de la ley su estabilidad («divorcio exprés»).
Después de estas leyes, el matrimonio es en España algo absolutamente difuso y poco atractivo: un compromiso entre cualesquiera dos personas, sólo vinculante durante un máximo de tres meses y no se sabe muy bien para qué, puesto que la apertura a la vida ya no forma parte de su concepto legal. Así lo refleja el TC en sentencia del pasado 6 de noviembre, cuando para legitimar la unión entre dos personas del mismo sexo como matrimonio, define a éste como «comunidad de afecto que genera un vínculo o sociedad de ayuda mutua entre dos personas». ¿Puede extrañar que eso que nuestras leyes y TC definen como matrimonio no resulte atractivo ni atrayente para las personas? Las leyes conforman pedagógicamente en fuerte medida cómo se piensa en una sociedad; por eso, al vaciamiento de contenido del matrimonio en las leyes ha seguido la huida de los ciudadanos de esa institución ya tan poco seria y reconocible.
Esta situación tiene arreglo: igual que leyes nefastas han ayudado a la destrucción del matrimonio, eventuales nuevas leyes que devuelvan al matrimonio sus rasgos naturales (heterosexualidad, apertura a la vida, estabilidad) volverían a hacerlo atractivo para muchos. ¿Existirán políticos capaces de plantear esta revolución?
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