España

«O traes más dinero o vendemos a tu hijo»

Una banda rumana extorsionaba a indigentes, entre ellos varias menores, para lucrarse

Podían estar hasta 10 horas mendigando
Podían estar hasta 10 horas mendigandolarazon

Una banda rumana extorsionaba a indigentes, entre ellos varias menores, para lucrarse.

Anna (nombre ficticio) siguió la rutina de todos los días desde que llegó a España. Envuelta en un trapo raído cuyos colores se desgastaron hace años, con la cara sucia, las uñas negras y su bebé en brazos, se sentó cerca de la puerta de una iglesia de Ferrol. Eran las ocho de la mañana. Apoyó la espalda contra la fría pared, colocó una cesta de mimbre vacía delante de ella y un cartón. No sabía lo que allí estaba escrito, no hablaba ni gota de español, pero intuía que daba mucha pena. Lo leía en los ojos de los adultos que se quedaban mirando las palabras, sacaban el monedero y depositaban unas monedas. Ella, tal y como le habían enseñado, les regalaba una sonrisa de agradecimiento. No dejaba que se acumulase mucho dinero. Cada vez que juntaba unos pocos de euros, los recogía disimuladamente y los escondía entre sus ropas.

En el puesto que le habían asignado, los domingos eran un gran día. Podía llegar a recoger 130 euros, algún bocadillo y varias piezas de fruta: la misericordia de buenos cristianos. Alguno le hablaba, ella sólo sonreía y esperaba pacientemente a que se fuera. Imaginaba que le preguntaban la edad, por el bebé, si necesitaba algo. Ellos no le hacían daño, no la abofeteaban ni le rompían la espalda con el cinturón ni la enseñaban un cuchillo de grandes dimensiones y la amenazaban con amputarle algún miembro si no recaudaba más dinero. Aún así, Anna deseaba que simplemente le entregaran algo de dinero y se fueran, un exceso de atención evitaba que otros feligreses pudieran compadecerse de ella y aflojar el bolsillo. Y si no recaudaba lo suficiente al final del día, llegaban los puñetazos y las amenazas. Un día la amenazaron con «vender» a su hijo. «Tienes una deuda con nosotros. Te hemos pagado el viaje desde Rumanía, te damos alojamiento, una cama en la que dormir, un plato de comida y ropa. Nos provocas muchos gastos. O traes más dinero o vendemos al niño», le advirtieron un día que no logró entregar al jefe de su casa de «acogida» más que 30 euros. Y eso que había pasado más de diez horas mendigando.

Anna no lo supo entonces, pero a principios de 2013 la Policía comenzó a desmontar su pesadilla. Fue entonces cuando los agentes de la Brigada Central Contra la Trata de Seres Humanos de la Policía Nacional y la Brigada Local de Extranjería recibieron una llamada desde el Hospital Universitario de Ferrol. Había ingresado una chica rumana de 16 años, sola, en avanzado estado de gestación, muy asustada y que no sabía español. Los agentes averiguaron que convivía con una familia que no era la suya, pero cuestionados los adultos ante esta contingencia, blandieron un acta notarial en la que los padres biológicos de la niña les habían autorizado a llevársela.

No era la única. La Policía recabó pruebas que demostraban la existencia de una organización criminal de estructura piramidal. El jefe, de 64 años, residía en Rumanía. Junto a su mujer se dedicaba a buscar menores de edad en los estratos más pobres. Se reunían con sus padres y les ofrecían un matrimonio beneficioso con un joven del clan. A cambio, se la llevarían a España, donde su hija trabajaría en la agricultura o en la restauración. A pesar de la extrema pobreza, y ante la indecisión de sus padres, los animaban hasta con tres mil euros.

La Policía detectó a seis menores que, con estas falsas promesas, llegaban a nuestro país e inmediatamente las arrojaban a las calles a mendigar. Las condiciones climatológicas daban lo mismo. Si llovía, nevaba o hacía un frío insoportable, mejor. Los jefes eran más felices porque sus «recaudadoras» de pena llevarían más dinero a casa. Las vigilaban, con la calefacción puesta, dentro de sus flamantes coches que adquirían con la suma de monedas de españoles piadosos.

Anna ya no frecuenta los alrededores de la iglesia. La Policía la ha liberado, pero su hueco ha sido ocupado por un hombre mayor, sin dientes, sentado en el suelo y con unas muletas. Mira sobre todo a los niños. A ellas las llama princesas y a ellos príncipes. Los pequeños reclaman a sus padres alguna moneda con la que ayudar. Cuando la consiguen, el individuo sonríe y dice: «Que Dios te bendiga». Son todas las palabras que le han enseñado. Él también exhibe un cartel, aunque no entiende lo que dice. Sí sabe que llama la atención y estimula la generosidad de los fieles.