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Opinión

Un Papa que tuvo un sueño

Francisco quería una opción misionera encaminada a la evangelización del mundo actual más que a la autopreservación

Fieles con fotos del Papa Francisco junto a la catedral de San Justo en Buenos Aires Cristina Silledpa

Soñar no es evadirse en utopías ingenuas ni amedrentarse en pesadillas paralizantes. Es creer que podemos ir más allá de un horizonte limitado que nos encierra en nuestras seguridades, es confiar en que las posibilidades son retos y los fracasos oportunidades. Y aquel cardenal venido del fin del mundo, como él mismo se presentó cuando fue elegido Obispo de Roma, tras tomar el nombre de Francisco, también tuvo un sueño, no desvelador, sino revelador: «Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación».

Me viene a la memoria una cita que se atribuye al humanista Erasmo de Rotterdam: «Al hombre no le gusta el cambio, porque el cambio significa mirar en el fondo de su alma con sinceridad, desafiarse a sí mismo y a su vida. Para ello hay que ser valiente, tener grandes ideales. La mayoría de los hombres prefieren revolcarse en la mediocridad, hacer del tiempo el estanque de su existencia». He aquí lo que podría identificarse exactamente como la actitud más dañina no sólo de la vida humana, sino también de la vida espiritual, pastoral, eclesial y de la sociedad en general: ser resistentes al cambio, aferrarnos con los dientes a nuestros propios esquemas e ideas, defensores acérrimos de la costumbre y del «siempre se ha hecho así», más comprometidos en conservarnos que en renovarnos.

El Papa Francisco nos recordaba cómo nuestra fragilidad cuestiona nuestro poder, y nuestro poder vuelve increíble nuestra fragilidad. Esa contradicción que nos constituye puede expresarse bíblicamente: el ser humano es un equilibrio inestable entre creatura e «imagen de Dios». Pero puede expresarse también con lenguaje más laico: A. Camus diciendo que «el hombre es el único animal que nunca está contento con lo que es»; Nietzsche poniéndonos ante el dilema de ser «superhombres» o ser «los últimos hombres»; Sartre diciendo que somos «una pasión inútil». Aunque esto ya lo escribió mucho antes san Agustín de Hipona: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Quizás Francisco nos puede recordar una vez más que tenemos que redescubrir la importancia de la sencillez y de mantener la mirada fija en lo esencial, madurar la exigencia de una nueva fraternidad que nos lleve a reconocer en el otro al prójimo.

En el sueño del Papa se nos invita a salir de las sombras cómodas que nos cobijan para ser testigos al servicio de una vida más humana y humanizada, entendida como don de Dios y como tarea humana, promotores de una cultura de la vida digna del hombre y de todo hombre (sin abstracciones). Como ciudadanos y cristianos, como Iglesia, tenemos en las manos, y en el corazón y en la vida, una tarea irrenunciable e inexcusable: hacer de la fraternidad el sustantivo constituyente de la vida humana y, por supuesto, del ser y hacer del cristiano y eclesial en medio de la sociedad.

En la novela «El idiota», que según Romano Guardini representa la cristología de Dostoievski, su protagonista, el Príncipe Myskin, es el inocente que sufre el infinito dolor del mundo y a todos cree y disculpa; soporta todo, quiere a todos. Un día, Myskin está sentado junto al lecho donde un joven, Hyppolit, ateo y nihilista, como se decía en Rusia entonces, que se está muriendo consumido por la tisis. El joven se dirige a Myskin: «Príncipe, usted dijo una vez que la belleza salvará al mundo. ¿Qué belleza lo salvará?». Y Myskin contesta con su silencio, con la silenciosa presencia de su compasión. La belleza que salva es el amor que comparte el dolor y que no necesita palabra, es la verdad que se expresa callándose, por su presencia de amor.

La Iglesia «en salida» que soñaba Francisco ha de ser un sueño hecho realidad, realidad de Evangelio en el corazón del mundo y de los hombres. Es el gran momento de ser creativos y de abrir horizontes de esperanza, aunque los tiempos no sean propicios, porque tenemos una sociedad que, a pesar de todo, puede y quiere recobrar la esperanza en el futuro. Tenemos un largo camino que se nos abre, un reto que se nos brinda. El convencimiento de que tenemos algo valioso que ofrecer y compartir. Estar en el mundo sin ser del mundo no es ponerse contra nadie, sino «poner al hombre en pie» (Blas de Otero) para abrirlo a la trascendencia y a la fraternidad, y no a cualquiera, sino aquella que mudó en silencio puesta en pie en una Cruz, que, desde entonces, es camino hacia la Vida. Esa misma Trascendencia hecha carne que nos enseñó que los rostros son más importantes que las ideas y que no podemos separar a Dios del prójimo porque nos debemos amar unos a otros en aquel que nos amó primero. Francisco diría «primerear».

Por ello, superemos rutinas que paralizan y discursos que desgastan los ánimos y cierran los oídos del corazón. Son tiempos de oportunidad y de compromiso, de ponerse manos a la obra. Aprender la gramática de la simplicidad, y no instalarnos en el reino de la retórica, acoger el ritmo de la espera, acompañar a los desesperados, recuperar las entrañas de misericordia, ir a buscar el huésped.

Francisco Prieto es arzobispo de Santiago de Compostela