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Opinión

Pérdidas, duelos y quebrantos: 'El arte de perder'

Desde que nacemos estamos obligados a habituarnos a decir adiós. Algo doloroso... pero que nos nutre y nos hace humanos

El duelo por la muerte de un ser querido es un proceso que se construye día a día Pixabay

Es una obviedad decir que vivir es perder algo cada día, aunque también se gane mucho en el camino, afortunadamente. Desde que nacemos estamos experimentando y reaccionando a constantes pérdidas: unas buscadas, otras sufridas. Las compartimos y nos hacen humanos.

Las muertes de seres queridos suponen tan solo una pequeña parte de las pérdidas que sufrimos. En sentido amplio, nos estamos refiriendo a experiencias muy diversas que tienen por denominador común quedarnos privados de algo que ya teníamos; de una posesión muy valorada. Los ejemplos son numerosos: pérdida de la salud; del trabajo; de las ilusiones y los regios ideales; de los sueños quebrados que no se alcanzan; del inevitable paso de la edad y envejecimiento. Un niño, y con mayor razón un bebé, está en un grado máximo de vulnerabilidad y dependencia: de las necesidades vitales, de amor, de las incipientes funciones cognitivas, del abandono… de la imprescindible necesidad de la figura materna para evitar el irremediable desmoronamiento. El bebé, poco a poco, va constatando la vivencia de que por sí mismo no puede cubrir sus necesidades. Empieza a notar la ausencia de la madre y su falta le sume en un estado de desvalimiento y desamparo. Ciertamente, la angustia más precoz, más básica, es el desvalimiento, la carencia de ayuda o de socorro. Tanto es así, que el desamparo se convierte en el organizador fundamental del psiquismo, que va a originar las diversas formas temáticas con las que se va a expresar la angustia. La separación de la madre dejará una marca, una cicatriz indeleble.

Pero esa vulnerabilidad al nacer, una clara desventaja que nos sume en el desamparo, impotencia y desvalimiento durante los primeros años de la vida, que requiere un exquisito y delicado cuidado por parte de la madre o su sustituto, y una extremada e indispensable dependencia, se transfigura por su desarrollo neurológico; y por la impetuosa y constante función materna. Ese ser frágil, carne desvalida, se transforma por su insólita plasticidad, por su capacidad de aprendizaje e identificación con sus cuidadores, en un ser inteligente y enormemente capacitado en sus habilidades motoras, cognitivas y muchas otras.

Querer expulsar y negar la vulnerabilidad ante el mundo y la realidad está condenado al fracaso. Sin embargo, se intenta a través de distintos y sofisticados procedimientos. El hombre ha buscado incesantemente desde sus orígenes la omnipotencia de algo, de alguien o de sí mismo, a través de insólitas fantasías, para controlar miedos e infortunios abrumadores. Los primeros y más intensos son la impotencia, el miedo atávico y el desvalimiento. Y como respuesta surge la vana ilusión de protegerse ante el dolor, la omnipotencia y búsqueda de un estado de plena y dichosa felicidad; la inmortalidad. Y es así que la mente –en función de la edad y el grado de madurez– recurre al pensamiento mágico, animista; frecuenta la negación y el autoengaño para negar la dependencia y su correlato, la angustia de separación y pérdida; surgen las religiones, los estados místicos. O bien, simplemente, renegamos de la evidente realidad: «La realidad, ¿qué es la realidad? Yo vivo en la magia, en las cosas como deberían de ser», dice el personaje Blanche en la obra de teatro «Un tranvía llamado deseo» (Tennessee Williams).

La creación y mantenimiento de una dependencia que sea viable, por más compleja y peculiar que sea su forma, es una necesidad vital básica. Esta dependencia adoptará una forma saludable, complementaria. En el otro extremo tenemos a personas muy vulnerables, desvalidas, que se adaptarán a otro, por indigno y problemático que sea, aún al precio de sufrir todo tipo de calamidades, con tal de no perderlo, refutando el conocido dicho: «Mejor solo que mal acompañado». En su caso, es «mejor acompañado que solo. A algo me tengo que agarrar».

Somos frágiles y vulnerables, vivimos en un precario equilibrio. «Vivir es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser. Futuro extraño siempre» (Octavio Paz). La desaparición de la persona amada, el indeleble paso de los años, la enfermedad y el deterioro, la soledad… son hechos que cambian el equilibrio mantenido hasta la pérdida traumática, la cual nos pone delante del espejo, desencadenando una sucesión de temores y necesarias defensas que tratan de acotar y equilibrar la relación del sujeto consigo mismo, y también con el mundo.

El duelo por una pérdida significativa es un proceso que se construye día a día, y en el que se va poniendo en juego el conjunto de la personalidad y los recursos con los que cuenta cada persona para afrontarlas. También es importante haber tenido experiencias previas, reales, haber perdido algo importante y haber sido capaces de seguir adelante. La experiencia real de haber perdido algo muy valioso y haber podido seguir adelante deja inscrito en el psiquismo la creencia de que las pérdidas son reparables, que se va a ver la luz al final del túnel. La esperanza, no cabe duda, es importante y los gratos recuerdos son un manual de supervivencia.

El «arte de perder», de sobrevivir, de vivir, está en saber rebelarse y, por otro lado, aceptar que uno no puede oponerse al tiempo y la finitud. Somos personas con limitaciones, atravesadas por el destino y el azar, pero no absolutamente indefensas. Además, las pérdidas no son sólo un pesar ni una carga. Nos capacitan para saborear los pequeños placeres cotidianos, que muchas veces damos por sentados, y apreciar lo que tenemos. Nos familiariza con lo que significa ser humano: nos une a nuestros semejantes. Nos hace humildes, no refugiándonos en idolatrías, falsos consuelos o vanos optimismos, afrontando las inevitables desilusiones. Absortos en la idealización del pasado o temerosos de un incierto futuro, no vemos, somos ciegos al presente. «La vida está para vivirla». (Goethe). La vida es un regalo. Hay que brindar por la vida, celebrarlo, compartirlo. Y también saber que nadie quiere la pena, pero existe. Nos hace humanos.