Salud

Sara, ex usuaria: «Me parecía bonito que se me marcaran las costillas»

La Razón
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Los problemas de Sara con la comida se podían haber quedado en un rasgo más de su personalidad. Como muchos niños, ella nunca fue de comer mucho. «No me gustaban muchas cosas», pero a partir de los 13 «empecé a coger manías raras». La carne y sus derivados se convirtieron en sus enemigos. «Primero empecé a quitarle todos los bordes a los filetes, luego pasé a hacer lo mismo con los embutidos, con el bacon... hasta que sólo me comía el circulito central», describe. «Llegué a pesar 38 kilos y me seguía viendo gorda».

Sara ahora tiene 18 años. Su pelo, de un azul eléctrico, le aporta una personalidad extra. Se quiere dedicar a la actuación, al baile, y su imagen emana esa creatividad. «Me lo tiñe mi madre», comenta orgullosa. Y es que, por fin, empieza a tener una buena relación con ella. Justo estas Navidades se cumple un año desde que le dieron el alta del Instituto de Trastornos Alimentarios de Barcelona, el ITA, como lo conocen las chicas que han pasado por él –aunque cada vez son más chicos–. Sus padres decidieron ingresarla en este centro, único en España, tras su segundo intento de suicidio y después de pasar por el hospital hasta en seis ocasiones. «Nunca he estado gorda, pero cada día me daba por meterme con una parte diferente de mi cuerpo», reconoce. En España, entre 20 y 30 mujeres de 10 a 34 años por cada 100.000 padecen anorexia. Todas empiezan en la preadolescencia. Como Sara.

Uno de los detonantes de su trastorno fue el acoso escolar que sufrió desde pequeña, pero al llegar la adolescencia, con 13 años, los ataques se incrementaron. Para el grupo de las populares, «yo era su perrito faldero y luego en las redes sociales se reían de mí. Subían fotos mías a Tuenti, las deformaban y etiquetaban a toda la clase». Querían que todo el mundo se riera de ella. Y Sara decidió encerrarse aún más en su burbuja y, en su intento de parecerse a ellas, de ser perfecta, fue racionando cada vez más su comida. «Le pedía a mi madre que me tapara todos los espejos del baño para no verme mientras me duchaba». Pronto descubrió las webs de las «princesas». «Oí, por casualidad, cómo mi padre le comentaba a mi madre que la hija de un compañero suyo estaba metida en ellas y, por curiosidad, entré». Y no volvió a salir hasta que ingresó en ITA. Pasó tres años «enganchada» a estas páginas. «Siempre he sido muy inocente y lo que conseguían era retroalimentarme». Ana y Mía, sus nuevas amigas, «me enseñaron a vomitar, a autolesionarme».

Pronto descubrió las «carreras de kilos». «Competía» en Tuenti con otras chicas en su misma situación. El concurso es sencillo y devastador. «Te haces una foto, la subes y dices el peso que tienes». Es entonces cuando se lanzan todas las críticas y aparece algún que otro halago. «Peso 40, ¿creéis que tengo que bajar aún más?». «Sí, le respondían algunas, deberías pesar 37 o 36». Y es que, en ese momento, «para mí era bonito que se me marcaran las costillas», subraya con pesar.

Como muchas de las otras «princesas», Sara siguió todas las dietas que aparecían en estas páginas. «Estuve una semana alimentándome sólo de suero de agua». Y es que estas webs «rosas» terminan creando dependencia. Fue su hermana, diez años mayor, la que detectó el problema, pero sus padres, al principio, no se lo creían. Gracias a las webs, «iba descubriendo que podía hacer muchas más cosas». Empezó a autolesionarse. A hacerse cortes en los brazos y en el vientre. «Me hacían sentirme mejor».

Dejó de ir al colegio, por el acoso y porque no era capaz de aguantar una clase de gimnasia. «Estaba todo el día cansada». La enfermedad la hizo repetir tres veces 3º de la ESO. Las páginas web se convirtieron en su refugio y empezó a quedar con otras chicas. Recuerda cómo en una ocasión «una de ellas me dijo que quería comprar unas pastillas que ayudaban a adelgazar (metformina) y quedamos para buscarlas. Yo compraba mis laxantes en el supermercado y pensaba que esto sería igual de fácil». Pero no, para adquirirlas se necesita una prescripción médica. Y se dieron por vencidas. Pero al volver a casa, a Sara se le ocurrió buscar en el botiquín de su madre y allí estaban. «Me sentí la chica más feliz del mundo». En seguida fue a contárselo a la otra “princesa”, pero, para su sorpresa, ella le dijo que había decidido dejarlo. Y Sara, en lugar de que su postura le hiciera reflexionar, fue todo lo contrario. «Mejor para mí, así tengo más», recuerda que pensó. Su madre las tenía porque es diabética. Llegó a tomarse tres o cuatro al día. Pero, para su mente, no era suficiente. «Me tomé la caja entera». Fue su primer intento de suicidio y su quinto ingreso en el hospital. Se negó a comer y tuvieron que ponerle una sonda nasogástrica. Estuvo un mes sin salir del hospital.

El segundo intento fue con las mismas pastillas, a pesar de que sus padres le intentaron ocultar todo lo que podía hacerle daño: objetos punzantes, la báscula... Ella sentía que «cada vez iba a peor, que la cagaba todo el rato» y, por eso, lo intentó de nuevo. Fue cuando ingresó en ITA.