Teruel

Una granada le arrancó las manos y le dejó ciego, pero no se da por vencido

Fue a ayudar a una vecina y se encontró con un objeto extraño. Pensaba que era un ambientador, pero al girarlo «me voló la mano». Un año después perdió la poca visión que le quedaba

Alberto le ofrece una chuche a su ayudante, Noa, con una de las prótesis, en los alrededores de Teruel
Alberto le ofrece una chuche a su ayudante, Noa, con una de las prótesis, en los alrededores de Teruellarazon

El deporte se ha convertido en la tabla de salvación de Alberto Villalba, que recuerda perfectamente cómo una granada truncó su vida a los 22 años. El sábado pasado, encumbró en El Portalet. Subió 1.794 metros con unas raquetas de nieve.

«Fuimos a ayudar a una vecina a recoger su garaje. Me pidió que guardara todo lo que pudiera tener valor y en una caja vi dos botes rojos. Pensaba que eran ambientadores y cogí uno para mostrárselo a mi padre que estaba en la plaza de al lado, con nuestro coche». Ese giro para enseñarle el objeto a su padre le arrancó una mano en el acto. «Vi cómo me la volaba entera y cómo en la otra me quedaban algunos huesos y colgajos». Alberto Villalba se acuerda perfectamente de cómo una granada Breda M35 de la Guerra Civil truncó sus juventud, sus 22 años, el 18 de septiembre de 2013. «Lo sentí todo, hasta que me sedaron». Su padre Tomás, de 69 años, se fracturó la tibia y el peroné y perdió el oído. «No oye nada».

Las esquirlas que lanzó la granada han quedado grabadas en el rostro, el torso y la pierna izquierda de Alberto, pero estas cicatrices no le han frenado. La convalecencia tuvo a este joven turolense varios meses en cama. Engordó cerca de 20 kilos por la falta de ejercicio y los corticoides. Llegó un día en que su cabeza dijo: basta. «Me apunté a un gimnasio de Teruel y un entrenador me empezó a guiar». Por entonces, Alberto aún conservaba un 10 por ciento de visión en uno de sus ojos –«el otro lo tengo hueco. Llevo uno falso»–. Empezó con abdominales y ejercicios de fortalecimiento, pero pronto se lanzó a por la bicicleta. Ahora hace natación y, con ayuda de una de sus prótesis, corre en cinta. «La engancho a la máquina y a empezar...», dice con una risa nerviosa. Es tímido.

Poco a poco le fue picando el gusanillo del deporte. Se ha convertido en su forma de sobrellevar lo que le ocurrió en 2013. «Hace un año y medio que ya no me sale metralla del cuerpo», aunque sabe que en su muñón izquierdo –le cortaron las dos manos unos centímetros por debajo del codo– «no me lijaron del todo el hueso y aún me quedan unas astillas en la punta». Se pueden quitar, pero para ello tiene que someterse a una nueva intervención. «¡Deja, deja!», dice con insistencia, «por ahora ni me lo planteo, ya he tenido suficientes operaciones». Él sólo piensa en el deporte y en vivir cada día. Por eso, cuando su rehabilitador de la ONCE le planteó un nuevo reto no lo dudó. El pasado sábado, junto a otras cien personas con discapacidad visual, subió con raquetas de nieve el puerto El Portalet (en Formigal), a 1.794 metros de altitud. «No ha sido fácil», cuenta horas después del ascenso. «Había partes de nieve virgen y si eras el primero en pisarla, era bastante ‘‘chungo’’». Y es que Alberto sumaba un handicap más al de la ceguera: hizo todo el recorrido sin manos porque las dos prótesis que tiene pesan demasiado y «no ayudan en estas circunstancias. Todo lo contrario». La expedición no sólo contó con la colaboración de la ONCE, además un grupo de voluntarios de La Caixa también les ayudó durante la travesía de unas cuatro horas. «Hasta que cogí el tranquillo, me atascaba porque hacía mal el movimiento de tobillo, pero al final todo se hizo más fácil», describe Alberto. Al contrario que el resto con minusvalía visual, el joven fue subiendo acompañado de uno de los voluntarios que caminaba a su lado. «Por las partes más estrechas nos íbamos turnando para que no le tocara siempre a él andar por la nieve sin pisar, que cuesta mucho más».

Para esta aventura, Alberto no pudo contar con la ayuda de Noa, el labrador color chocolate de año y medio que está con él desde que tuvo el accidente. «Cuando aún podía ver, me asistía a la hora de abrir puertas y encender las luces. Ahora le estamos enseñando a que me ayude a evitar obstáculos, pero Noa no es un perro guía. Por eso no es fácil».

Fue en diciembre de 2014 cuando Alberto perdió completamente la vista. «A los brazos no los echo tanto de menos, pero lo de perder la vista lo llevé bastante peor». Al joven le tuvieron que hacer un trasplante de córnea porque «el golpe de la bomba me desplazó el ojo. Me lo tuvieron que retener con un montón de costuras», recuerda. Ya había perdido uno y los médicos querían hacer todo lo que estuviera en sus manos para intentar que conservara algo de vista. Pero Alberto rechazó el primer trasplante. «Veía como una nube constante». Con el segundo, «me tocaron un poco más la retina», que ya estaba muy afectada. «Salí viendo los dedos de la gente, sus rostros borrosos». Una semana después perdió completamente la visión. Se le desprendió toda la retina y ese 10 por ciento que conservaba previo a la intervención, y que le permitía conservar parte de su autonomía, desapareció. «Estuve dos meses con un bajón muy fuerte», reconoce. Fue el apoyo de su familia y, especialmente, de su novia, lo que le impulsa volver a luchar.

Aún recuerda esos primeros días de oscuridad total. «No era capaz de adaptarme a los ritmos porque no sabía cuándo era de día y cuándo de noche», aunque sí que reconoce que tener imágenes previas grabadas en su cerebro le ayuda mucho. «Vivo como si viera». Conoce Teruel entero y cree que podría recorrérsela sin ayuda, pero su familia tienen miedo a lo que le pueda pasar. «Me tienen entre algodones». Ríe.

Alberto no sólo ha tenido que rehacerse físicamente. «En la pierna izquierda tenía un hueco tan grande que entraba un dedo y en el pecho, la yema». Y recuerda que la explosión fue tremenda: «Me voló un trozo del músculo de la pierna». Los médicos aún comentan atónitos su rápida recuperación. Las heridas se le cerraron pronto y sólo tuvo que pasar mes y medio en el hospital. «Creían que iban a tener que trasplantarme piel, pero se me regeneró muy rápido». Sólo salió con dos heridas aún sin cicatrizar: una cerca de la tráquea y otra en el hombro. Sus secuelas en el cuerpo son, hoy por hoy, estéticas. Lo que más le molesta son los dos muñones porque se le inflaman de vez en cuando y tiene que esperar a que el hinchazón baje y se le pase el dolor. Cada tres meses va a revisión. El accidente le ha obligado a desarrollar mucho el sentido del oído y el gusto. «Todo lo diferencio gracias a la boca» y también afirma que reconoce «muchos más ruidos.

Sabe que es difícil, pero aún sueña con recuperar la vista. «Fui a Barcelona a visitar a uno de los mejores especialistas, pero tengo el ojo completamente deshilachado, con agujeros. Sólo podría volver a ver si me hicieran un trasplante de retina, una operación que nunca se ha hecho». Pero él no se da por vencido. «Si con un ojo biónico pudiera ver, también intentaría que me lo pusieran». «Podría convertirme en el Robocop español», bromea. Todo para intentar recuperar su vidaprevia a aquella tarde de 2013. Hacer las cosas con las que disfrutaba. Antes del accidente había estudiado el grado medio y superior de Mecánica. Le encantan los coches todoterreno. Pero... «sin vista y aún menos sin manos, que es lo esencial, no puedo dedicarme a ello».

Dos nuevas manos de 45.000 euros cada una

Tras el accidente que sufrió Alberto, todo Teruel se movilizó para ayudarle. Fue un local de manualidades el que empezó con la venta de alfileteros artesanales. A éste se fueron sumando diferentes establecimientos y un banco de la zona abrió una cuenta para recoger las donaciones y prometió donar la cuantía recaudada. Fue así como Alberto pudo pagarse las dos prótesis mioeléctricas –cada una cuesta 45.000 euros– que sustituirían a sus brazos en junio de 2014. Pero, tras perder la vista, ya no le resultan tan útiles. «Pesan 1,2 kilos cada prótesis y no tienen tacto». Por eso sólo suele llevar una, «con el muñón de la otra noto lo que hay y así me ayudo».