Toros

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Fandiño, un año en el recuerdo

Abandonaba los ruedos para siempre hace hoy un año «El León de Orduña». Un torero vasco que dejaba huérfano al toro un 17 de junio de 2017 en el albero de Aire Sur L'Adour

Iván Fandiño en su rincón de soledad de Las Ventas momentos antes de pisar el ruedo / Cristina Bejarano
Iván Fandiño en su rincón de soledad de Las Ventas momentos antes de pisar el ruedo / Cristina Bejaranolarazon

Abandonaba los ruedos para siempre hace hoy un año «El León de Orduña». Un torero vasco que dejaba huérfano al toro un 17 de junio de 2017 en el albero de Aire Sur L'Adour.

Y en unos años seguirá vivo el recuerdo. Tanto o más que el primer día. Mucho más fuerte que el último...

El toro. Ese animal que todo te da y que absolutamente todo te quita. El culpable de que el hilo no enhebre la aguja. El hilo tan fino que existe entre respirar y un último aliento.

Una tarde, un año atrás, un quite se convirtió en ese hilo. Un vuelo de capote que cambia la historia, que la escribe, aunque la moneda de cambio sea algo a lo que es imposible poner precio: la vida.

Viajamos hacia Orduña, años ha. A esa pequeña localidad vasca donde nadie lo sabía pero nacería una leyenda el 29 de septiembre de 1980. Entonces hubo que esperar 19 años para que empezara a construirse. Con 19 años, Iván Fandiño se vestía por primera vez de héroe. Pisaba el primer ruedo de su vida desafiando, por primera vez también, a la muerte, esa que a lo largo de su historia se convertiría en una vieja amiga. De esas que al final, te traicionan. Nunca dejó de mirarla fijamente a los ojos. Tal es así que, hablemos de Madrid, su mirada llegaba a transmitir ese vacío de miedo. Un vacío al que el aficionado también ha tenido que hacer frente. «Esa mirada al frente en el patio de cuadrillas no la vi ni la veré en nadie más», recuerda un gran aficionado suyo.

Ya no hay nadie en ese rincón. Ese lugar «apartado» del patio de cuadrillas que heredó del gran Antoñete en el cual se encontraba consigo mismo y a saber con quién más. O con qué. Fandiño no giraba la cara a la cruda realidad del toro y así lo quiso expresar en algunas líneas. Profundas, torcidas, puede que imperfectas, pero profundas. «Seguramente, si estáis leyendo esto, todo habrá acabado». Era una despedida. Fandiño dejaba el año pasado, un día como hoy, huérfano al toro... y él ya sabía que llegaría ese día.

Después de su famosa encerrona de «No hay billetes» en Las Ventas supo de la necesidad de apostar. La moneda había salido cruz entonces y el León de Orduña tenía que luchar por que su reencuentro con la Monumental venteña, el 15 de mayo de 2015, fuera de cara. En ese momento dos folios en blanco de seguro le parecieron más grandes que el ruedo que pisaría después. Ese día el destino no quiso que una carta tuviera destinatario. Pero sí lo quiso dos años más tarde, después de haber recorrido medio mundo, pues viajaba en una maleta que sólo él utilizaba. «Probablemente, el precio que me ha tocado pagar es demasiado duro, pero mi alma está tranquila», rezaban algunos renglones. Muestra todos ellos de que el torero era consciente de lo que estaba poniendo en juego. De lo que esa «vieja conocida» le arrebataría al más mínimo descuido. Algo imposible de entender y únicamente posible de expresar parafraseando al gran Pepe Alameda: «Un paso atrás y muere el arte, un paso adelante y puede morir el hombre». Unas letras que Fandiño hizo suyas.

Hubo otros puños que ya empezaron a escribir las primeras letras de lo que sería. Titulares que ya sonaban a leyenda. «La épica hercúlea de Fandiño» o «Fandiño da el paso de los elegidos» fueron versos que ya llevaron esta misma tinta y ocuparon estas páginas encabezando crónicas en las que el León de Orduña hizo el paseíllo. Otras letras dejarían huella. Ahora letras que en su día fueron palabras: «Al padre de un torero grande. Este brindis es una mierda porque seguramente no cambie nada. Pero lo que te puedo decir es que tu hijo ha dignificado nuestra profesión y que gracias a él nos podemos sentir muy orgullosos y defendidos en todo el mundo. Él está en al gloria, donde la mayoría de los mortales sueñan estar y jamás podrán». Ahora están allí. Los dos. Es increíble que estas palabras las pronunciara el propio Iván en un brindis al padre de Víctor Barrio sólo unos meses antes de su último muletazo.

Iván Fandiño volvía a recordarnos una cruda realidad. Cruda y difícil de decir. Contra mucho más de escribir. Los toreros mueren. Algo que se nos había olvidado hasta que Víctor Barrio rompía el fino hilo de la vida. Y que se nos había vuelto a olvidar hasta el pasado 17 de junio. Fandiño se ajustó a las chicuelinas, templó las embestidas con las manos muy bajas al ritmo de verónicas, acompañaba con el corazón cada pase de pecho, se lanzó a la suerte suprema con toda la verdad, jugó con el tiempo en cada natural, se clavó en el albero con cada derechazo, tiró del hilo en cada manoletina... Y se rompió. Pero siempre quedará en el recuerdo.

Todos nos enfrentamos al toro en la vida. Toros de todos los encastes. De todos los tamaños. Pero solo unos pocos son capaces de dejar a un lado las metáforas para luchar de verdad. Entregarse. Héroes al fin y al cabo. De luces. De vida