Viajes

Ser español puede salvarte la vida en Mongolia

Una tarde subí a un autobús en Ulán Bator que me llevaría al inicio de mi aventura recorriendo Mongolia como un vagabundo. No fue un viaje sencillo, aunque de todo se aprende.

Aparentemente interminable y prácticamente despoblado, Mongolia no es un país fácil para el extranjero.
Aparentemente interminable y prácticamente despoblado, Mongolia no es un país fácil para el extranjero.Letitia Perry

El autobús para salir de Ulán Bator

Existen tres formas para salir de la capital de Mongolia. La primera, la más sencilla pero también la más cara, es alquilando un buen todoterreno que nos lleve a cualquier esquina que queramos, sin importar lo embarrada o castigada que esté la carretera. La segunda, a dedo, tal y como me movería durante el resto de mi viaje. Caminas hasta la salida de la ciudad, te colocas a un lado de la carretera y apuntas con un dedo al suelo, como señalando el lugar donde quieres que pare el coche; no hace falta esperar demasiado hasta que un alma solidaria se detenga para preguntarte hacia dónde vas. Si hay suerte, subes y sales de la ciudad tan contento. La tercera opción es la opción que yo elegí en ese primer paso de aventura: coger un autobús a Terelj y esperar pacientemente que el viaje transcurra sin incidencias.

Camino a media mañana desde mi hotel hasta una estación de autobús que muy amablemente me han indicado en la oficina de turismo, cargado con la mochila, la caña de pescar, la tienda de campaña y el saco de dormir, dispuesto para la mayor aventura de mi vida, que consistiría en pasar un mes vagabundeando por Mongolia. Siento una mezcla de terror y excitación incontrolable aferrada a mi pecho por cada paso que avanzo hacia aquella parada. Al llegar, no es complicado encontrarla. En ella esperan alrededor de cien personas, en esa minúscula parada a pie de calle, y un autobús tras otro se detiene junto a ella vomitando y devorando pasajeros. Claro que cada uno de los autobuses tiene un número diferente y yo, iluso, pensé que por esa pequeña parada apenas pasaría un autobús, así que no tengo ni idea de en cuál debo subirme. Decido preguntar a unos adolescentes, a voces por encima del zumbido generalizado de los bocinazos y las charlas de los que esperan conmigo, cuál es el autobús que marcha a Terelj. Se miran entre sí, sonriendo disimuladamente, y sin necesidad de decir una palabra, se abalanzan todos a la vez contra la marquesina de autobuses, señalando un número diferente cada uno. ¡Es el 134!, chilla el más alto. ¡No, el 53!, argumenta su camarada, muy seguro de sí mismo. ¡El 28, el 78! Se empujan y ríen, cambiándose los números.

Cualquiera entiende algo...
Cualquiera entiende algo...Alfonso Masoliver Sagardoy

Sonrío procurando ocultar mi fastidio y decido preguntar a otros, más dispuestos. Pero no es tarea sencilla. Mongolia no es Europa, ni África, ni América. Mongolia es un continente en sí mismo, encerrado en su cultura y su continua idolatría al recuerdo de los viejos kanes. Un mongol que se aprecie no hablará inglés, ¡jamás! Su hermoso y ancestral idioma es suficiente. Y si el extranjero no quiso aprenderlo antes de pisar su tierra, entonces el problema no será suyo. Pregunto entre la gente, ofrezco chocolate a los niños por una respuesta, a las jóvenes, a los hombres y a los ancianos. Pero ellos se limitan a encogerse de hombros o negar bruscamente con la cabeza, separándose unos centímetros de mí como lo harían de un apestado. Finalmente decido subir a todos los autobuses que pasen por la parada y preguntar cuál me llevaría a Terejl. Subo en tres autobuses, nada más. Al tercero, el conductor esboza una amplia sonrisa y afirma con la cabeza. ¿Terelj?, repito para asegurarme. ¡Yes, yes! Es la única palabra que muchos saben en inglés, yes. Pocos conocen la palabra no.

Polvo en las pezuñas de los caballos

Subo, no me siento. El autobús está abarrotado de gente. Críos regresando de la escuela - extraño, es la una de la tarde -, ancianas cargando enormes bolsos con la compra, hombres vestidos de oscuro, jovencitas mirándome con curiosidad... y yo. El español. Que se siente muy orgulloso por haber logrado descifrar el enigma de los autobuses. No tardamos en salir de la zona centro de la ciudad y el paisaje cambia bruscamente. Los altos y feos edificios blancos descienden varios metros de altura, se distancian entre sí y abren espacio a pedazos de llanura y colinas sueltas. Las motocicletas desaparecen y dan paso a los primeros caballos, escuálidos y manchados de polvo, con las patas atadas para que no se escapen. Es que aquí no hay árboles para atarlos, y las afueras de la ciudad no son el sitio más indicado para que galope una bestia. Las anillas de hierro marcan sus tobillos y los despellejan. Y el polvo que los cubre se lo lanza mi autobús, ya hemos salido de las carreteras asfaltadas y ahora circulamos por una de tierra seca. El polvo se eleva, vuela, se esparce sobre los caballos y repta hasta las ventanas del autobús, resbalando por ellas y colándose en mis ojos.

Los altos y feos edificios blancos descienden varios metros de altura, se distancian entre sí y abren espacio a pedazos de llanura y colinas sueltas.
Los altos y feos edificios blancos descienden varios metros de altura, se distancian entre sí y abren espacio a pedazos de llanura y colinas sueltas.Alfonso Masoliver Sagardoy

Comienzo a toser como si no hubiera mañana. El resto de los pasajeros me mira impertérrito. Ellos no tosen, ni lagrimean, solo quedan quietos esperando a que pase la acostumbrada polvareda que les arrastra de vuelta a casa cada día. Da la sensación de que aguantan la respiración sin apenas esfuerzo. Cinco, diez, hasta treinta minutos sin respirar. Yo me ahogo. Soy un novato, está claro.

El autobús sigue su tortuosa ruta hasta salir de la ciudad. Ya no hay casas. Solo queda una llanura infinita y aparentemente interminable. Verde claro durante el verano, en invierno la cubrirá una espesa manta blanca. Los pasajeros descienden cada vez más a menudo y suben pocos, algunos sitios quedan libres y por fin puedo sentarme. Consigo hueco en una esquina y me abrazo a la mochila y todos los bártulos. La carretera se allana en esta parte del camino, asfaltada de nuevo, y el autobús fluye suave sobre ella, mientras una brisa fresca y necesitada me azota las mejillas. Siento la excitación de la aventura embargarme de nuevo y pienso, allí sentado, que contra todo pronóstico voy a llegar a Terejl hoy. ¡Tampoco es tan complicado! Solo hacía falta tener paciencia y ser espabilado.

Un borracho sube a bordo

En la parada número tropecientos - aquí el autobús para cuantas veces hagan falta para que bajen y suban nuevos pasajeros -, sube las escalerillas un hombre entrado en años con pasos torpes. Su mirada gira como una peonza y aparta a duras penas a los pocos pasajeros en pie hasta llegar a mi sitio. Deja la mirada quieta en mí, cerrando los labios para hacer el esfuerzo. Levanto la cabeza y le sonrío, pero no devuelve la sonrisa. Aprieta más fuerte los labios y los ojos se le escapan, girando sin parar, mientras se abalanza sobre mí sin avisar y comienza a golpearme por todo el cuerpo. ¡Fucking white!, grita colérico. ¡Fucking white, get out of here! Me golpea la cara, los hombros y la espalda, aunque no consigue hacerme demasiado daño. Solo tiene una mano libre, la otra sujeta una botella de un líquido por determinar, y con la mochila encima de las piernas puedo protegerme el estómago y el pecho. Grita y me golpea. Yo vuelvo a sonreírle y le ofrezco la mano, no sé muy bien qué hacer porque el autobús entero está mirándome y nadie parece dispuesto a frenar al borracho. El borracho vuelve a gritar ¡fucking white!, y pega un manotazo a mi mano para apartarla. Redobla los puñetazos en la cara, en los brazos.

Llevo una buena navaja en el bolsillo y pienso sin dudarlo que si la cosa se pone fea de verdad, tendré que sacarla. Pero no, me digo precipitado, jamás haría eso. Sé que de sacarla, aunque solo sea para asustar al borracho, el autobús entero se lanzará contra mí y me molerá a palos hasta que salga. Grita sin parar, cada vez pega más fuerte y comienza a hacerme daño, echándome el aliento en el rostro, un aliento amargo de dientes rotos. Me insulta y me golpea, dos o tres hombres llegan a reírse por la situación. Y yo me siento terriblemente solo. Descubro que no conozco a nadie en este inmenso país, en realidad no conozco a nadie de aquí a Turkmenistán, y me siento muy pequeño frente a los torpes golpes del hombre, como una hormiga. Y los golpes no parecen tener fin. Tampoco puedo salir del autobús porque entonces, ¿qué haría? No sé donde estoy ni tengo otra forma de llegar a Terejl. Entonces espero. No se a qué exactamente, pero espero.

Verde claro durante el verano, en invierno la llanura estará cubierta por una espesa manta blanca.
Verde claro durante el verano, en invierno la llanura estará cubierta por una espesa manta blanca.Alfonso Masoliver Sagardoy

Un giro inesperado

El borracho detiene un segundo sus golpes y me pregunta de dónde soy. Español. De España, que ahora está muy lejos y la estoy echando de menos. ¡Español!, grita extasiado. ¿Español de verdad? De la buena. Y ocurre en su rostro una transmutación absoluta. Los ojos se ensanchan, relaja los músculos y abre la boca. ¡Español!, repite admirado. ¡Yo amo a España! Y parlotea entusiasmado que tiene una casa en Moscú, dos en Estocolmo y otra en Barcelona. Añade que cuando yo quiera, puedo ir a su casa en Barcelona.

Es evidente que este hombre no tiene ninguna casa en Estocolmo, tampoco en Barcelona. Sus ojos zigzageantes traicionan su delirio y la ropa, sucia y desgarrada, colaboran en la miserable imagen. No siento lástima por el hombre porque soy nietzscheano, pero sí consigo sentir cierta simpatía hacia él. Su boca negra escasa en dientes, las mil arrugas que marcan sus mejillas, muestran una vida complicada que puede llegar a explicar sus golpes hace pocos minutos. No le guardo rencor. Le ofrezco un pedazo de asiento junto a mí y escucho su alegre perorata sobre Estocolmo y lo gañán que es su suegro. También saca un pedazo de salchichón mordido y un currusco de pan para ofrecérmelo. Lo rechazo amablemente pero él me da dos o tres suaves puñetazos vociferando que lo acepte. Lo cojo, mordisqueo el pan y cuando el hombre gira la cabeza, lanzo el salchichón por la ventana.

En esas estamos, más o menos, cuando el autobús se detiene definitivamente y el conductor anuncia que esta es la última parada. El borracho parece olvidarse de mí y sale en tropel junto al resto de pasajeros, mientras yo salgo el último, y pregunto al conductor si esto realmente es Terelj. Él sonríe y niega con la cabeza, muy divertido. Este autobús no va a Terelj, dice en un inglés del pleistoceno, solo llega hasta Nalaikh. ¿Y cómo puedo llegar a Terlj?, preguntó desesperado. El conductor se encoje de hombros y sacude la cabeza. No es su problema. Espera a que salga del autobús y gira de vuelta a Ulán Bator.