Viajes
Similitudes y diferencias entre los dos montes de San Miguel
Situados a ambos lados del Canal de la Mancha, el primero en Francia y el segundo en Inglaterra, los islotes comparten una apasionante historia
A cada libro que investigo, cada página web que visito, cada rincón del mundo que descifro con ojos, manos y oídos, ando más convencido de que podría hacerse un mapa que uniese el mundo, no a través de las carreteras que lo cruzan, sino a partir de sus historias y los cimientos que sustentan cada una de las civilizaciones, en apariencia inconexas entre sí. Existe una especie de hilo seductor que une con tozudez el mundo de punta a punta. Historias escritas con la tinta de terceras, bases de ciudades que se encuentran a mil kilómetros de distancia, héroes nacionales cuyo origen se remonta al otro lado del continente, puede que incluso a un continente diferente.
St Michael´s Mount y el Mont Saint-Michel
Ambos conocidos en castellano como el Monte San Miguel. El primero y más conocido se trata de un monte francés en la convulsa región de Normandía, recogido a dos kilómetros de la orilla en las primeras zancadas que marcha el Canal de la Mancha. El segundo, desconocido por muchos y situado en la misteriosa Cornualles, será británico, separado por la isla que conforma Reino Unido por no más de 366 metros de agua salada. Ambos islotes son inaccesibles durante las horas de pleamar. Mismo nombre, misma intriga geográfica. Separados los unos de los otros por poco más de 300 kilómetros de mar.
Buscando el nexo que une a estos dos enclaves, hará falta analizar en primer lugar el origen de su nombre en común. ¿Por qué San Miguel, nombre del arcángel destinado a liderar los ejércitos de Dios? Antes de comenzar a investigar es importante destacar que ambos islotes ya fueron ocupados por poblados neolíticos, druidas e incluso cristianos en el momento previo a la construcción de sus famosas abadías, aunque no fue hasta que ocurrieron los eventos que me dispongo a narrar cuando adquirieron su relevancia actual.
La leyenda explica que fue en estas aguas, las que separan una y otra isla, donde San Miguel se enfrentó al demonio revestido con la forma de una terrible serpiente marina, ideada para martirizar y devorar a los desafortunados marineros que se cruzasen en su camino. Aquí derrotó a la serpiente. Después de la batalla se apareció por doble partida a los habitantes de uno y otro lado del Canal; en Francia, al obispo San Aubert durante sus sueños y en Inglaterra, a un puñado de pescadores que merodeaban por el monte.
Ordenó a ambos que erigiesen un monumento en honor su victoria. Al pobre obispo llegó incluso a marcarle la frente con una cruz durante la tercera aparición, como regañina por no haber hecho caso de las dos primeras. Los pescadores maravillados y el obispo dolorido construyeron entonces sendas abadías, ambas rondando en torno al siglo VIII. Aquí establecemos el primer nexo, a partir del nombre y una supuesta batalla celestial sin precedentes.
Un bosque inundado, una fortaleza inexpugnable
Evidencias arqueológicas señalan que, en tiempos anteriores a estas visiones, ambos islotes formaron parte de sus respectivos continentes, no había mar alguno que los separase, es más, los dos estaban rodeados por bosques frondosos donde la vida rezumaba con su alegría habitual. Se dice que el lado británico se encontraba a 10 kilómetros de la orilla, rodeado a su vez no solo de un bosque espeso, sino de ciudades prósperas también - leyenda que se funde con la de Lyonesse, el territorio inundado que pudo ser el reino mitológico del Rey Arturo -. Dos inundaciones, en torno al 709 en Francia y el 1099 en Inglaterra, aislaron ambos montes y los catapultaron al mar.
Es complicado desbrozar el mito de la realidad en cuanto concierne a estas maravillas. Sus orígenes, tanto humanos como naturales, confunden al periodista en su investigación por la verdad, y las sagas escritas en un tiempo en que lo natural era sinónimo de divino y lo divino acompañante de lo humano, las ideas se embarullan en la fina línea que separa ficción y realidad. ¿Serán ciertas estas inundaciones tan convenientes? ¿Se dio algún tipo de comunicación entre los pescadores ingleses y el obispo francés? Sería necesario poseer una máquina del tiempo para comprobarlo con veracidad. Nos movemos por el terreno pantanoso de las leyendas.
Las ideas se enganchan en este tipo de terreno con facilidad, volviendo difícil avanzar en línea recta. Todavía estamos en el pedazo de arena que separa los islotes de la tierra firme, podemos verlos pero quedan muchos metros por recorrer hasta que alcancemos a tocarlos. Combatiendo contra las manos ansiosas de la arena húmeda, comprendemos que ambos islotes han sido fortalezas casi inexpugnables a lo largo de los siglos.
John de Vere, Conde de Oxford, sostuvo durante 23 semanas de asedio el monte inglés (aunque más tarde se rendiría). El famoso vikingo Rollón devastó los alrededores del enclave francés hasta que el tratado de Saint-Clair-sur-Epte le hizo dueño del monte, y no ha sido posible conquistarlo desde su fortificación en el siglo XIII.
Un punto estratégico para la espiritualidad
La unión se hace tangible al descubrir que, en el siglo XI, el rey inglés Eduardo el Confesor entregó el San Miguel inglés a la orden religiosa que por entonces poseía su homólogo francés. Los benedictinos. La atracción entre uno y otro lugar era tan irresistible que no podíamos esperar ningún otro final, que fue esta unión eclesiástica, la alianza para controlar uno y otro lado del mar por si reaparecía la serpiente diabólica. Si las Columnas de Hércules han sido durante siglos un deseado enclave estratégico para los ejércitos europeos, los dos montes de San Miguel se transformaron en un puesto defensivo desde un punto de vista puramente espiritual, en este caso vigilando los extremos del Canal de la Mancha.
Ambos se trataron de importantes centros de peregrinación durante siglos, aunque fue tras esta unión definitiva cuando ambos enclaves comenzaron a separarse. Durante siglos se aproximaron, paso a paso a través del mar; una vez se tocaron con la punta de sus dedos pedregosos, parecieron huir de vuelta a sus escondites.
Ruptura y abandono
A principios del siglo XV, el islote inglés fue arrebatado a los benedictinos y pasó a ser propiedad de la Abadía de Syon. Tras un devaneo continuo de concesiones - una de ellas como regalo por su fundación al King’s College de Cambridge, aunque apenas duró unos años - y guerras civiles - entre cuyos episodios se encuentra el ya narrado asedio de 23 semanas - pasó a formar parte del patrimonio de los Barones de St Levan. A día de hoy sigue en sus manos.
El misticismo que rodeaba al islote francés terminó por derrotarse ante la avalancha de alquimistas y practicantes de magia que acudían hasta su estrafalaria figura. La criatura pareció cobrar alguna forma terrestre y atacó por donde menos lo esperaban. Defendida por no más que un puñado de monjes, próxima a la ruina, la abadía fue abandonada por los religiosos durante la Revolución Francesa para ser transformada en prisión. Victor Hugó la tildó de “La Bastilla de los mares”. No sería hasta 1863, durante el gobierno de Napoleón III, cuando su faceta penitenciaria llegó a su fin y la isla pasó a convertirse en un centro de peregrinaje cultural para artistas y escritores de todos los colores, función que se mantiene en la actualidad junto con su nombramiento como Patrimonio de la Humanidad y lugar de interés turístico. En torno a 3 millones de personas lo visitan cada año, de los cuales apenas un tercio se interesa por la abadía.
Es curioso. Puede que triste, incluso. Durante siglos se moldearon leyendas fantásticas en torno a ambos islotes, protagonizados por combates encarnizados entre criaturas celestiales, el mar devoró sus alrededores para darle esta forma impresionante, una piedra y otra fueron colocadas con paciencia para levantar las abadías. Reyes de nombre inmortal fraguaron alianzas a través de los hilos que las unían. Guerreros invictos encontraron su perdición en la arena movediza.
Tras consolidarse esta unión que había tardado cuatrocientos años en fraguarse, esculpida con sangre, sudor y piedra, bastaron dos movimientos en el tablero de la Historia para cortar ese hilo de apariencia inquebrantable. En este mundo parece que vivimos ahora. Los hilos se han roto, las historias que nos tejieron se han perdido. De este delicioso entramado apenas queda la apariencia física de ambos islotes, rellenos como un pavo de Navidad con tiendas de recuerdos - ya vendan espadas de madera o armaduras de Juego de Tronos - y flashes de fotografías. No es curioso, es triste. Pero todavía quedará quien se extrañe de por qué la Europa vacía se dirige a su deriva.
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