Viajes
¿Qué tienen en común el libro del Génesis y el lago Titicaca?
Al igual que numerosas religiones y mitos que han surcado la Historia, el lago Titicaca conlleva en el origen de su nombre un extraño parecido con el diluvio de Noé y la aparición del pecado original.
Extrañas coincidencias
Día cinco de confinamiento. Hace viento y no me apetece salir. Renqueando ideas sobre qué podría escribir si escribo de viajes y nadie está para viajar ahora mismo, qué querría usted, lector, leer en este día de grises, se me ha ocurrido que podemos hablar sobre las religiones del mundo. Desde que cayó en mis manos el primer libro de mitos griegos que me quiso regalar mi madre, fino en páginas y plagado de ilustraciones para explicarlos a los niños, desde crío, siento una profunda curiosidad por todo ese batiburrillo de historias antiguas que llamamos mitos. Los griegos, su copia romana, los escandinavos y sudamericanos, los indios y japoneses. Habré leído cientos de esos cuentos desde mis primeros tropiezos por las palabras hasta hoy. Imaginar a Cástor y Pólux intercambiando su alma en el Olimpo es impactante para un chaval de diez años que apenas logra comprender el significado del alma. Intentar descifrar, sin éxito hasta años más tarde, cuál era el verdadero propósito de Loki en la mitología nórdica, supuso un verdadero reto. Y fue al entender que su simbología representaba el fuego, cuando comenzó mi interés por encontrar los puntos de unión entre las diferentes mitologías y religiones que cruzan el ancho mundo, en ocasiones coincidentes pese a que sus civilizaciones nunca llegaron a contactar hasta muchos años después de ser creadas.
Uno de los ejemplos más comunes es la vida, muerte y resurrección de varios dioses, aunque los casos son tan abundantes que dan pie a sospechar que alguna religión imitó a la otra. Y es que según algunas ciertas Jesucristo no fue la única deidad muerta de forma brutal y posteriormente resucitada. Lo mismo se dijo de Osiris y Odín, Adonis o el dios babilonio Tammuz. En el caso de Odín, cuya adoración tal y como la conocemos ahora pudo comenzar alrededor del siglo I d. C, la semejanza de su resurrección con la de Cristo pone los pelos de punta: buscando el punto último de la sabiduría se colgó de un árbol y ordenó que su sirviente le clavara una lanza en la espalda para rematarlo. Nueve días después, tras haber navegado los límites de su espíritu, resucitó de entre los muertos y adquirió la categoría superior de todos los dioses. ¿No es fascinante? Que pese a tantas diferencias existan tantas similitudes. Que el ser humano sea tan único que termina por ser uno solo, como si las palabras humanidad y humano compartiesen algo más que las cinco primeras letras, y como tal compartamos sin quererlo las historias que han mantenido vivas a civilizaciones milenarias.
El fuego y la muerte asociados a la maldad humana
Entramos de lleno en un mundo de extrañas coincidencias. La más curiosa de todas podría ser la triple conexión entre el mal, el descubrimiento del fuego y la mortalidad de los humanos. Regresando a Loki, deidad del fuego que representa el mal incrustado en los corazones de todos los hombres, encontramos un importante parecido con Satanás, demonio judío y cristiano, también asociado al fuego del infierno. Mediante engaños envenenan el corazón de los hombres buenos. Y si formulamos nuestras dudas frente al libro del Génesis, ¿quién depositó la manzana prohibida, símbolo del conocimiento y su extensión que es el fuego, en manos de Eva? Las llamas de la hoguera asustan a los animales que antes se acercaban sin miedo a los primeros hombres, y los hombres deben correr tras de ellos para domarlos. ¿Quién abrió la puerta del mal en nuestras almas y dio paso a la mortalidad como castigo divino? Para ambas preguntas, el culpable es evidente. Estas leyendas coinciden con Prometeo, el titán que según la mitología griega entregó el fuego a los humanos y desencadenó una serie de acontecimientos que terminaron en la apertura de la caja de Pandora, con la consiguiente expansión del mal por el mundo.
Y más lejos, en las islas del Japón, la leyenda se complejiza. En el país donde la armonía se considera virtud, ocurrió un grave desequilibrio en la armonía cuando la diosa de la creación, Izanami, falleció por las quemaduras que le produjo el parto de su hijo Kagutsuchi, el dios sintoísta representado como la encarnación del fuego. Fue tras ese primer fuego cuando comenzó el turbulento periodo, una cosa llevó a la otra hasta que Izanami pasó a convertirse en la diosa del inframundo y peleó contra su marido Izanagi, el padre de los dioses en la mitología japonesa. Izanagi logró escapar del infierno tras una larga batalla y al salir lo cerró con candado y con su esposa todavía dentro, pero antes de abandonarla definitivamente escuchó que ella amenazaba con que, si seguía caminando, mataría a mil hombres por cada día que pasara. A lo que Izanagi contestó que en ese caso, él construiría un cobertizo y haría nacer mil quinientos hombres por día. Y de esta manera se piensa que fue tras la creación del fuego y la siguiente guerra entre la pareja de dioses, una cruenta guerra entre el Bien y el Mal de cuyas lágrimas y gotas de sangre nacieron nuevas deidades, que comenzaron a conocer los hombres lo que era la mortalidad.
La lista no tiene final aparente. Da la sensación de que el hombre sufrió en tiempos antiguos una profunda culpa natural por el descubrimiento del fuego y su uso destructor, las facilidades que lo empujan, asociando las llamas de la inteligencia - o de libertad, según algunas interpretaciones religiosas - con los primeros pasos de nuestras desgracias. Podría ser evidente que justificamos nuestra mortalidad como castigo por el mal que cometemos pero, ¿a qué se debe esta inclusión del fuego en la terrible historia? ¿No es excitante, esta extraña coincidencia? ¿Realmente es una coincidencia? No lo sé, yo soy periodista y no divulgador espiritual, ignoro por qué existen estas coincidencias o si son casualidades a fin de cuentas. Pero desde luego es interesante para pensar un día en cuarentena. Y también viene a cuento porque justamente hoy, leyendo sobre el lago Titicaca en la frontera entre Perú y Bolivia, he descubierto una nueva leyenda que se une a los nexos entre la maldad, la muerte y el descubrimiento del fuego.
La leyenda del lago Titicaca
Hace muchos años, demasiados para molestarse en contarlos, habitaba el fértil valle del Titicaca una tribu de hombres que no conocían la muerte, ni el odio, ni el pecado. Según la tradición inca, estos fueron los primeros humanos en habitar la Tierra. En sus campos crecían ricos los cultivos, nada les faltaba porque los Apus, poderosos dioses de las montañas, los protegían de todas las cosas malas. Pero su protección exigía un precio de obediencia por parte de los hombres, y este consistía en no escalar jamás las cimas de las montañas. En las cimas de las montañas se guardaba el fuego sagrado de los dioses y los hombres tenían prohibido utilizarlo. Pero los hombres no pensaron en desobedecer, no les hacía falta. ¿Qué necesidad habrá de fuego ardiente si mis cosechas son provechosas y mi familia no pasa hambre?, debían pensar.
Fluyeron años y generaciones de dulce armonía entre dioses y hombres. Unos protegían y otros obedecían, así se fundamentan y equilibran las grandes religiones: uno protege y el otro obedece. Pero en las zonas más oscuras del valle vivía un diablo que envidiaba la felicidad de los hombres, y tras mucho maquinar decidió tentarlos para que subiesen las montañas y robaran el fuego sagrado. Apeló a la valentía de los más jóvenes, instándolos a competir por ver quién sería el primero en alcanzar la llama deseada. Ocurrieron empujones, maldiciones, las piedras se desprendían ladera abajo empujadas por los pies furiosos de los hombres. Uno de ellos llegó a la cima, recogió el fuego y lo bajó a su poblado.
Los dioses de las montañas vieron todo este espectáculo, evidentemente, y resentidos contra la traición de los hombres soltaron a cientos de pumas para que devoraran a la población del Titicaca. Sangre, aullidos, animales o humanos. Los hombres probaron por primera vez el sabor amargo de la muerte. Cuando la niebla de los gritos se disipó y regresó el silencio, el Sol vio lo ocurrido y una gran pena embargó el bondadoso corazón del dios supremo. Incapaz de contener las lágrimas pasó cuarenta días con sus noches llorando desconsolado. Sus gruesas lágrimas cayeron sobre el valle del Titicaca y lo inundaron, creando el inmenso lago y exterminando accidentalmente a los pocos lugareños que quedaban vivos. Únicamente sobrevivieron a la aventura un hombre y una mujer que tuvieron la excelente idea de subirse a un bote lo que durara el diluvio. Al terminar la tormenta regresaron a tierra, y comprobaron impresionados que los pumas que liberaron los dioses de las montañas eran ahora piedra desnuda.
¿Mito o realidad?
Así termina la historia que da nombre al lago Titicaca. Su etimología se divide desde entonces en dos sencillas palabras: titi, que podría traducirse como puma, y kaka, que significa piedra en el idioma local. Esta es otra historia que narra la desobediencia de los hombres hacia los dioses para ser dueños del fuego, o de la libertad, o de la capacidad de caminar sobre dos patas o de la tecnología, y su consiguiente resultado, que suele terminar con la muerte de los hombres. Otra historia que metemos en el saco de las coincidencias sospechosas. ¿Es mito o realidad? ¿Será la misma historia narrada desde las mentalidades de culturas diferentes? Y la pregunta que me formulo incesante mientras leo los mitos: ¿por qué sintió el hombre esta terrible culpabilidad al hacerse con el fuego, acusándolo tantas veces y tan elocuentemente de nuestra condición mortal? ¿Será que no se sintieron culpables por poseerlo, sino por el uso destructor que le dieron?
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