Viajes
El lado oculto de Calcuta
Más allá de los increíbles monumentos, la capital de Bengala Occidental esconde en sus calles otro tipo de belleza, poco común a nuestros ojos
Casi quince millones de personas se levantan cada día en Calcuta antes de las 7 de la mañana. Hacia las 6, el ruido de los motores resquebrajando las calles ya es puro estruendo. Ocurre cuando se pisa la India por primera vez en la vida: el ruido lo envuelve todo, cada neumático, cada palmo de cemento, rebota contra las aceras y consigue resbalarse a través de las ventanas, zigzaguea por los azulejos hasta inundar nuestros oídos. Casi parece que la ciudad está realizando algún tipo de conjuro atronador, moldeado por cada movimiento de sus habitantes. Todo ello con el fin de poner a prueba al visitante novato.
Tan denso nos parece el ruido durante estos primeros días, que en ocasiones no podemos aguantarlo y necesitamos salir de la ciudad. Pero el hechizo no nos abandona. Sigue el estruendo por los pueblos de la India, hasta alcanzar las zonas menos pobladas del sur, nos persigue en los trenes y los tuk-tuk y en la misma almohada. No es posible escapar del ruido, habrá que zambullirse en él. Retrocedemos de vuelta a Calcuta.
Descorriendo el cortinaje
Dependerá de cada uno el esfuerzo que suponga descorrer el velo espeso del ruido. No es tarea sencilla, desde luego, y las primeras capas que se descubren pueden suponer un duro golpe. Allí están los abandonados. Parias o Intocables, desterrados de cualquier techo, encuentran refugio en las esquinas húmedas de las aceras mientras el propio bullicio los esconde. Es a ellos a quienes se nos muestra en un primer plano. Es la escena llamativa, lo que vimos en los noticieros de casa, la confirmación de nuestros temores.
¿Qué hacer, a partir de este momento?
Paso a paso. Primero iremos a los monumentos y luego volveremos a lo bello. Una excelente manera de adentrarse en el complejo entramado de tradiciones, culturas y religiones que merodean por el país pasa por buscar los monumentos que muestren el aspecto tangible de estos ideales. Son pequeños baluartes que sobresalen por cada ciudad que se visita. El Templo de Kali en Dakshineswar, cielo blanco decorado de tonos rojos, como sacado de entre las líneas de algún cuento que ya nadie sabe contar, es un ejemplo exquisito de la religión hinduista. Que se baraja en Calcuta con el cristianismo de la Catedral de San Pablo y el islam de la Mezquita de Tipu Sultan.
Hay más templos o edificios grandilocuentes de obligada visita, como el recordatorio del colonialismo inglés grabado en el Palacio de Mármol. O el Victoria Memorial. A estos sitios y muchos más debe ir el visitante cuando quiera conocer Calcuta.
¿Y así conoceré Calcuta?
No lo creo. Si conocer significa fotografiar los monumentos más importantes, cenar en los restaurantes mejor recomendados y sentir algún tipo de experiencia espiritual como producto de la contaminación religiosa que supura el aire de la poderosa ciudad, entonces, sí, así se conocerá Calcuta. Pero nos hemos olvidado del ruido. No puede ser que un sortilegio tan fragoroso ocultase nada más que un puñado de personas en las esquinas y estas ofrendas del hombre a sus dioses.
Cada capa oculta una nueva capa. Volvemos a lo bello. Está acurrucado en su esquina. Cuando el periodista de viajes señala esta esquina, incrustándole su propia voz, algún lector frunce los labios y puede llegar a sentirse incómodo. ¿Qué tiene de bello este espectáculo deprimente? Capa a capa descubrimos entre los necesitados a un pequeño ejército de mujeres vestidas de blanco y azul sencillo. Ya las conocemos, también a su fundadora. En alianza con ellas encontramos a miles de voluntarios arrastrados de cada rincón del mundo, desapegados a lo bello que muestran los edificios para centrarse en otro tipo de hermosura.
Asoma una sonrisa de los labios del necesitado. Es asombroso. Sus dientes desgastados brillan con más intensidad que cualquier edificio de piedra fría y, podrás creerlo, esa sonrisa honesta ilumina primero a las monjas y más tarde a la ciudad entera, como un foco de luz inagotable, desvelando otro de los misterios (quizá el mejor de ellos) que la ciudad nos quiso ocultar. Pero no es un misterio, son millones de ellos. Caminan con dos pies y la espalda erguida, cada uno directo a sus quehaceres. Otros se detienen en la agotadora caminata mientras pegan unos sorbos al té que venden en un puesto callejero. Se encuentran con el vecino y charlan alegremente.
Una expresión de belleza moribunda
Impulsamos los deseos que nos llevan a conocer nuevos destinos a partir de nuestro concepto belleza. Cada destino de sol y playa, anchas palmeras de generosos frondes, con los cócteles a mano y la arena bruñida hasta robar cualquier sentido que no sean los ojos maravillados, suponen un éxito garantizado para millones de personas al año (antes del coronavirus, durante y lo más probable que también después). Es comprensible. El año ha sido duro y merecemos un descanso.
Pero no deberíamos olvidar que existe otro tipo de belleza, menos codiciada por los programas de moda en el televisor, menos morbosa que los documentales de desgarre. Resulta tan sencilla que uno tiende a pensar que, consciente del encanto que podría manar, decide esconderse bajo una capa de ordinariez. Tienen dos brazos y dos piernas, y en sus mentes bullen las historias que sus abuelas les narraron durante la niñez. Cada boca porta su propia historia. Y es excitante, quizá un día esa boca sea la tuya. Sería imposible conocer Calcuta sin haber conocido sus edificios emblemáticos, aunque estoy convencido que tampoco podríamos conocerla (un poco al menos, ya que hacerlo en profundidad sería una tarea de varias décadas) sin haber hecho cola para escuchar un buen puñado de las historias que esconden esas bocas. Un nuevo escondrijo donde Calcuta rehúye del extraño, ansiosa por ser descubierta y saltar hacia nosotros.
Paseando por Bose Road vive un matrimonio dedicado a vender dulces. Qué delicioso empleo, qué sufrido los meses duros en Calcuta. Un pequeño escaparate parece exponer el orgullo de sus vidas. Compras una pasta pero te retienes antes de saborearla porque quieres escuchar la historia del matrimonio, saber qué les empujó a este rincón concreto de la enorme ciudad. Historia a historia, el visitante consigue rellenar huecos de la ciudad.
También puedes preguntarle su historia al necesitado, él querrá contártela; a la monja también; al conductor del taxi. En mis viajes he descubierto que cada persona tiene una historia que contar, una gran anécdota plagada de miseria y esperanza, o desesperanza y riqueza, tanto da, lejos de la decoración de los monumentos pero mugrienta de vida. Desvinculada de la belleza pulida que insistimos en seguir buscando y que tan acertadamente criticó Byung-Chul Han en su obra La salvación de lo bello.
El periodista de viajes en el siglo XXI
Cuando escribo estas historias, ya lo he dicho, algunas dolorosas, ciertos lectores me escriben indignados por mostrar esta faceta tan cruenta de los lugares que visito, como diciéndome: “¡la tarea del periodista de viajes es la de encontrarme entretenimiento! ¡Lo pulido! ¡Eso que yo considero bello! No esta sarta de realidades pegajosas.” ¿Será posible? Quizá se trate de una faceta de los periodistas de viajes, muy loable por otro lado, pero no creo que sea este nuestro oficio en exclusiva. El periodista de viajes también muestra lo oculto al hombre cotidiano (que es a su vez, sin importar la ciudad en la que resida, un misterio apasionante en sí mismo) y, en un mundo donde ya no queda un pedazo de tierra por explorar, nuestro oficio evoluciona para mostrar aquello que el mundo sigue manteniendo de lado. Lo que no queremos encontrar.
En ciudades como Calcuta, abigarradas de vida, protegidas por el encantamiento del tráfico atronador, urge buscar los recovecos a la vista que tendemos a ocultar. Es el único misterio que nos queda por conocer aunque apenas sea un pedazo, ligeramente más grande de lo habitual, del mundo que nos ha elegido.
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