Etorno retorno
Un geriátrico para nuestro rey
Después de meses buscando, he conseguido encontrar dónde se esconde el monarca jubilado, y pude conseguir una audiencia con él
Desde hace varios meses, España se encuentra en grave peligro. Las fronteras con Francia han cerrado, el pueblo llano sufre pésimas condiciones producto de una horrible epidemia y su futuro, ahora más que nunca, se aparece difuso. Todos murmuran el nombre del viejo rey. Desde que abdicó en su hijo Felipe apenas se le ha visto en la Corte, y se rumorea por la capital que ha decidido buscar un lugar apartado para retirarse, hasta que la Parca cabalgue su corcel de muerte, para buscarlo y cubrirle con su manto oscuro. Nadie sabe su paradero con exactitud.
Este párrafo supone un gracioso ejemplo de cómo la Historia se repite con una precisión matemática, sin importar cuántos años se deslicen ni cuán inteligentes nos pensemos los seres humanos, porque la Historia se repite en este eterno retorno codicioso que nos atrapa a todos.
El nuevo rey del que hablamos no es Felipe VI, ni Juan Carlos I el rey esfumado al que nos referimos ahora. Los protagonistas de esta historia ocurrida cinco siglos atrás son Felipe II, Rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Países Bajos y duque de Borgoña, rey de Inglaterra e Irlanda iure uxoris; y Carlos I de España y V de Alemania, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Borgoña, soberano de los Países Bajos y archiduque de Austria. La epidemia que asola España no es otra que la temida peste negra.
Desde 1557 hasta 2021
Una vez se abraza la idea del eterno retorno sin rencores, y nos convencemos a nosotros mismos de que las situaciones de la vida alcanzan cierto límite y, una vez lo alcanzan, vuelven a comenzar, no resulta demasiado complicado colocarse las gafas de la imaginación. Conduzco mi automóvil por la carretera que lleva desde Jarandilla de la Vera hasta el monasterio de Yuste y sin necesidad de pestañear, convierto cuatro ruedas y un motor en cuatro robustos caballos y un carruaje destartalado. Voy en busca del rey esfumado, cinco siglos más tarde. Cabalgando entre el presente y nuestro pasado. A los lados del asfalto se inclinan decenas, cientos, ojalá que miles de árboles que el otoño ha desnudado a zarpazos, y ahora cubre sus troncos (oscuros y olorosos por la humedad) un níquel azulado. La niebla de media tarde se resiste a abandonar las colinas y se atranca entre las ramas desnudas de los árboles, susurrando. Nada ha cambiado en los últimos quinientos años. Aquí siguen los árboles quejumbrosos, allá las lenguas de granito atiborrándose de tierra, acullá tropeles de cigüeñas sobrevolando el paisaje.
Ya crucé espoleando a los caballos Jarandilla de la Vera y no me molesté en parar para comprar un bote de su famosísimo pimentón, iba con prisas en busca del Emperador, y ahora que estoy tan cerca del monasterio de Yuste (donde me dijo un contacto que se escondía de periodistas y aduladores) me arrepiento de no haber comprado un bote. Quizá debería haberle llevado un poco de pimentón al Emperador, aunque fuera para caerle simpático.
Y sube la carretera. Sube, sube, se zambulle en la niebla. En algunas curvas asoma la cabeza para respirar, luego vuelve a hundirse en la bruma.
El monasterio de Yuste
Los eucaliptos y los nogales se ven altísimos en torno al monasterio, cubren recelosos la piedra que refugia a Carlos V y a mí se me hace difícil discernir la entrada. Desde el otro lado del muro me alcanzan olores a naranjas y limones que me suenan extraños en este clima, aunque sí, puedo verlo al otro lado de la entrada, allí hay un resquicio amarillo que parece un limonero. En fin, así ando yo, merodeando alrededor de la finca buscando la mejor forma de entrar en ella, cuando un guardia fornido se acerca a mí. Documentación, permisos, mascarilla, póngase firme, va a conocer al emperador, entrégueme la navaja y el arcabuz, quítese el sombrero, sacúdase el polvo de la capa, muestre respeto, póngase gel de manos. Muy bien. Ahora puede seguirme. Su majestad le espera en el despacho.
Emoción, intriga, dolor de barriga. Cruzamos la verja de entrada a paso ligero y yo me despido de mi limonero. Subimos una pequeña cuesta sin escaleras (¿no le vendrían mejor unas escaleras al Emperador?) cubiertas con una fina capa de musgo que se ensancha entre las grietas (el Emperador no necesita escaleras, es un puñetero toro), atravesamos unos arcos, cruzamos una puerta y me encuentro en un pasillo oscuro. Un instante después tengo ante a mí, sentado frente a su escritorio de terciopelo rojo, rodeado de papeles y cachivaches, con la barba blanca arañándole el pecho y la boina negra ladeada en su regia cabeza, a Su Majestad Carlos V. Está ocupado trasteando con un nuevo reloj que le ha traído su ingeniero favorito, Juanelo Turriano, y apenas se percata de mi llegada. La pierna afectada por la gota descansa elevada sobre un cojín mullido, hinchada, cubierta de vendas y telas negras, y antes de que me dirija la palabra tengo tiempo de ver una edición antiquísima de la Biblia abierta sobre la mesa. Parece que leyó el pasaje del censo de David recientemente.
La sala aparece adornada con una chimenea sólida esculpida en granito, un fuego agradable repica entre los pedazos de encina. Finalmente el Emperador levanta la cabeza, abre la boca y... y... no dice una sola palabra. Abre y cierra la boca, enrolla y desenrosca la lengua, pero a mi no me llega una palabra. Mecachis, lo había olvidado. Quiero pensar que visito 1557 pero todavía vivo en el siglo XXI. Jamás podré escuchar, ni imaginar, la voz del Emperador.
Lo que sí puedo hacer es leer sus labios. Así me entero de que abdicó la corona en favor de su hijo porque estaba agotado, exhausto después de tantas guerras contra el francés, los mercenarios italianos y las intrigas del Vaticano. Solo quiero un poco de paz en estos últimos días, susurra. He venido aquí porque quiero prepararme para morir, así me reuniré con mi amada Leonor en el Reino de Dios. Leo textos sagrados para macerar mi alma, comparto confidencias con Turriano sobre el mecanismo de sus graciosos relojes, doy breves paseos por el jardín cuando mi pierna me lo permite, y los días húmedos camino tres vueltas alrededor del claustro del convento. No necesito más. Incluso conocí a uno de mis bastardos el otro día, a Juan de Austria, y estoy seguro de que el muchacho alcanzará la gloria antes de sucumbir a la vejez.
¿Chicas de compañía para un viudo moribundo?
No se me escapa el color negro que predomina en el monasterio. Es que desde que murió Leonor, su esposa, Carlos V siempre viste de negro. Las cortinas de su habitación son negras, su ropa es negra, las rejas de las ventanas son negras, los cuadros de Tiziano que decoran la estancia ya se ennegrecen. Unos cuadros que pocos años después de su muerte serán retirados del monasterio y llevados a los museos y palacios de todo España, para ser sustituidos por una serie de copias que todavía podrán observarse en el siglo XXI. El Emperador quiso mostrarme su habitación (minúscula, escasa de luz, con una pequeña escalerita en un lateral que lleva directamente a la iglesia del convento) y quise que se me ocurriera una idea tétrica. Aquí, en esta habitación, morirá el hombre más poderoso del mundo. Entre cuatro paredes heladas por el invierno cacereño.
Todos los hombres, sin importar lo grandes que fuéramos en vida, deseamos morir en habitaciones pequeñas. Creo que se debe a un tema de instinto, porque en los últimos instantes de nuestra vida todos nos reconocemos minúsculos y débiles, estamos asustados, y debe ser horrible sentirse tan chiquito en medio de una habitación inmensa. Acentúa la sensación de pequeñez. Nuestros ojos que se apagan quieren verlo todo y sentirlo todo una última vez, antes de olvidarlo para siempre, y recorren aterrados la estancia a sabiendas de que este ladrillo puede ser el último que veamos, o aquella cortina, y preferimos que la habitación sea pequeña para ver muchas veces el ladrillo y encariñarnos de él, y sentirnos protegidos por su solidez tibia. Creo que el Emperador piensa igual que yo. Por eso se le nota tan tranquilo. Acude a misa diariamente, pasea, reflexiona, se perdona a sí mismo de sus crímenes. Creo que siento lástima por él. Nadie le permitió elegir su profesión ni el camino de su vida, y, sin embargo (¡que crueles hemos sido!), le exigimos exprimir su vida por nosotros sin dejar de criticar sus contados errores. Hasta convertirlo en un viejo agotado y con la pierna gruesa por los vendajes.
Después de unos minutos paseando junto al Emperador por el claustro, con el bolsillo repleto de unas naranjas que quiso regalarme, me despido de él con una reverencia y camino de vuelta a la verja de entrada. Pero no puedo evitar escuchar la conversación de algunos guardias. Resulta que en Garganta la Olla, que es un pueblo que dista en no más de cinco kilómetros del monasterio, se encuentra cierta casita azul donde los guardias y criados del Emperador acuden para desfogarse, digamos, de sus deseos carnales. Es un lupanar. Parece ser que algunos de ellos planean una visita para esa noche.
(Saliéndome del papel, volviendo a 2021, comento con el lector que varios personajes de la zona me dijeron que la Casa Azul llevaba las prostitutas al lecho de Carlos V, lo cual es una memez. Un hombre de su edad, destrozado anímicamente por los años de reinado y la muerte de su esposa, enfermo de gota, moribundo, no tiene el cuerpo ni el espíritu dispuesto para retozar en su alcoba con una chavala cuarenta años más joven que él. Este tipo de comentarios, que son mentiras producto de nuestro rencor estúpido contra todo hombre que haya llevado corona, deberían desecharse.)
En cualquier caso, regreso a mi carromato. Fustigo los caballos. Traqueteo camino abajo de vuelta a Jarandilla de la Vera, bebiéndome la niebla y los sueños de los árboles.
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