Turquía
El último viaje: cruzando las puertas de la muerte en Hierápolis
En la ciudad turca de Pamukkale podemos encontrar la que, sin duda alguna, es una puerta capaz de llevarnos al mundo de los muertos
Imaginen el impacto de la noticia, el shock general que pudo darse cuando la voz se corrió y llegó hasta Atenas, y los hombres importantes reflexionaron la información y procuraron razonarla debidamente, buscándole excusas, pasos en falso a los que aferrarse. Imaginen las discusiones que se dieron en el Ágora, a espaldas de los legionarios romanos que patrullaban la otrora capital de la democracia. Piensen que una mañana la ciudad se despertó, allá por el primer siglo antes de Cristo, con la sorprendente noticia de que se habían descubierto las puertas del inframundo. En Hierápolis, en la península de Anatolia, ni más ni menos. A no más de unos días de navegación, y se decía también que la puerta daba a una cueva pero que nadie había regresado vivo de ella.
Supongo que los más sabios acogieron la noticia con cierta indiferencia intelectual. Mesándose las barbas blancas, estirando los pliegues de sus túnicas impolutas, quizá dedicaron unas pocas horas a desentrañar el misterio. Antes de lanzarlo a la basura y retornar a la cuestión del ser. Pero también debió darse un segundo grupo: el de los esperanzados, este de la masa vulgar que necesita creer en algo nuevo cada poco tiempo y, una vez lo cree, hacerlo sin solución; un grupo de analfabetos y fanáticos de la vida y la muerte que no quisieron detenerse aquí, y desde que escucharon llegar la noticia de que las puertas del Hades se encontraban en Hierápolis, soñaban con verlas algún día, antes de morir. Quiero creer que un tipo de excitación se apoderó de ellos, al reconocer que visitar las puertas del mundo oscuro estando todavía vivos les otorgaba un poder sobre la muerte. Nada les obligaba todavía a atravesar esas puertas, inexorablemente, mientras sí podían elegir, como criaturas vivas, si cruzarla o no antes de tiempo.
Una visita a Hierápolis en el siglo I
Hasta la irrupción del cristianismo en las instituciones romanas, las normas y los dioses que empujaban los mecanismos de la humanidad eran del todo variados. Y mantenían un poder absoluto sobre los hombres: a diario se invocaban sus nombres sagrados, se les ofrecían auténticos festines como sacrificio, muchachitas vírgenes entregaban su vida a ellos, los edificios más bonitos eran para su disfrute divino. De la misma manera que hoy se pueden dar peregrinaciones en masa a la tumba de Jesús en Jerusalén, o a Fátima para rezarle a la Virgen María, por estos años eran perfectamente habituales las peregrinaciones para observar y rezar a las sandalias de Helena de Troya, la lanza de Aquiles, la espada del rey Memnon o el casco de Hades, que dicen que volvía invisible a quien lo calzase. Todo el entramado de agencias de viajes, folletos informativos, puestos de souvenirs junto a los monumentos más representativos, hoteles y restaurantes, existía a su manera durante la Edad Antigua.
Porque el ser humano no cambia, jamás lo hará. Únicamente se transforman los hilos que nos empujan, aunque sea hacia un final idéntico. El turismo existía entonces, aunque los destinos eran otros. Y cuando se dio a conocer el nuevo hallazgo en Hierápolis, desde la ciudad comenzaron a recibir visitantes a raudales, a raudales que digo, como mareas furiosas de luna llena, y aquí este bonito templo y allí esas aguas termales terminaron por conseguir el efecto para convertir la ciudad - hoy abandonada - en el destino turístico ideal.
Entre sus primeros visitantes encontramos al historiador griego Estrabón, que escribió sobre las Puertas de Plutón: “Este lugar está lleno de un vapor tan denso y nebuloso que uno apenas podría ver el suelo. Cualquier animal que pase adentro se encontrará con una muerte inmediata. Yo lancé unos gorriones y cayeron de inmediato tras respirar un último aliento”. Estrabón pretendía comunicar que una serie de gases tóxicos manaban de la puerta, monóxido de carbono, que provocaban alucinaciones a quienes se acercaban demasiado y asfixiaban por completo a quien se atreviera a cruzarlas. Y completaban el efecto los sacerdotes del templo, unas criaturas inquietantes y castradas en honor a la diosa Cibeles (yo los imagino rasurados desde la cabeza a los dedos de los pies y con la piel macilenta, pinturas abstractas decorándoles el rostro, dientes amarilleados por las vísceras de sus sacrificios) que habían aprendido a entrar en la cueva conteniendo la respiración hasta que encontraron las bolsas de oxígeno que se depositan en las esquinas. Entraban sin respirar, reptaban, daban una amplia bocanada en esas bolsas de oxígeno y regresaban al exterior intactos, para sorpresa y jolgorio del público reunido.
Estos se decían protegidos por la diosa y mandaban a los bueyes a que desfilaran hacia la puerta, atándolos con cuerdas para tirar de ellos, una vez muertos. El buey entraba vivo y aterrado por la Puerta de Plutón, salía muerto cuando tiraban de las cuerdas. He aquí una prueba irrefutable de que nos encontramos ante las puertas del inframundo, dirían.
Una visita a Hierápolis en el siglo XXI
Ya habíamos hablado de que el recipiente del ser humano puede variar con el tiempo, aunque el contenido se mantenga. Hemos encontrado un ejemplo ideal con el tema de hoy. Entonces ahora no encontraríamos ninguna ciudad poblada bajo el nombre de Hierápolis. En su lugar tendríamos que buscar Pamukkale en los mapas, nuestro destino como viajeros contemporáneos sería Pamukkale. No podríamos dejar de visitar la Puerta de Plutón, hoy ruinas sobre ruinas, con una mezcla de curiosidad, incredulidad y cinismo, como en un juego para niños. ¡Cómo podían pensar los antiguos que esta era una de las puertas del infierno! ¡Soñadores! Y no viajaríamos hasta aquí para asombrarnos, sino para reafirmarnos en nuestro cinismo y comprobar, con una metodología idéntica a la que llevaron quienes creyeron en la magia del lugar - viajar a Turquía, buscar la puerta, observarla, olfatear el gas - que de puerta al otro mundo no tiene nada. Que son chorradas, alucinaciones de esos supersticiosos antiguos.
Aunque no podríamos evitar levantar una ceja cuando la puerta se encontrase frente a nosotros, al encontrarla sellada. Tras su redescubrimiento en 2013 por arqueólogos turcos, la puerta fue rápidamente cerrada y ninguna criatura viva que sea mayor que un gorrión tiene permitido el acceso. Y se conocen casos de pajaritos que vuelan hasta aquí atraídos por el calor, y mueren de inmediato al respirar los gases tóxicos que todavía manan de la cueva. La puerta del inframundo puede no ser un portal mágico y diseñado por dioses ficticios, puede que no lo sea, pero es innegable que se trata de un acceso a la muerte, desde el punto de vista más científico que hemos encontrado: si entras en ella, mueres sin remedio. Entonces podríamos decir que realmente se trata de una especie de puerta al más allá, aunque desdeñemos las creencias de los antiguos. Es el último viaje, uno sin retorno. Un portal a la realidad que nadie se atreve a cruzar y condimentado por las fantasías de los hombres.
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